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UN LECTOR
DE LA
NATURALEZA Laura Torres Cano Naturaleza
común Relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación 1 Naturaleza
común Relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación NATURALEZA COMÚN Relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación Ministerio de Cultura
Instituto Caro y Cuervo Alcaldía Mayor de Bogotá
Secretaría General
Alta Consejería para los Derechos de las Víctmas, la Paz y la Reconciliación
Centro de Memoria, Paz y Reconciliación Felipe Buitrago Restrepo Ministro de Cultura Carmen Millán de Benavides Directora del Instituto Caro y Cuervo Claudia Nayibe López Hernández Alcaldesa Mayor de Bogotá Margarita Barraquer Sourdis Secretaria General Carlos Vladimir Rodríguez Valencia Alto Consejero para las Víctimas, la Paz y la Reconciliación Jose Darío Antequera Guzmán Coordinador del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación 2 NATURALEZA COMÚN Relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación Coordinación creativa Juan Álvarez Asistentes de investigación y edición Christian Rincón
Andrés Castaño Ilustradoras Lisa Colorado
Segio Román Portada Sergio Román Edición digitial, marzo de 2021
Editorial Lectores Secretos
Colección Plumas de aserrín
ISBN: 978-958-49-1845-1 El contenido de este volumen digital de relatos de no ficción no representa la opinión
del Instituto Caro y Cuervo o del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, entidades
gestoras del laboratorio creativo a partir del cual estos relatos fueron escritos. 3 índice Un puñado de memorias Juan Álvarez 1. La espiral del caracol Disney Cardoso 2. Un lector de la naturaleza (homenaje) Doris Suárez Guzmán 3. Terrenos, territorios, poblaciones Manuela Marín 4. Mutatis mutandis Indira Cerpa Granda 5. Hojarasca y pólvora Lidia Alape 6. Encuentros con fauna Isabela Sanroque 7. De la ciudad a la selva Suan Sánchez 8. Hormigas guerrilleras Yira Rivera 9. Los secretos para llegar al monte Karen Pineda 10. Nuestros años en la mata Gregory Morales 11. Mucha lora he dado en el río Guayabero Jose William Parra 4 Un puñado
de memorias Juan Álvarez En el primer semestre de 2018, cuando iniciaba la Maestría en
Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo, junto a nuestras colegas de la Maestría en Estudios Editoriales diseñamos
una serie de talleres de escritura y edición comunitaria que
conseguimos llevar a las Bibliotecas Públicas Móviles, espacios
que, en ese momento, la Biblioteca Nacional de Colombia
sembraba y gestionaba cerca de las llamadas Zonas Veredales
Transitorias de Normalización (ZVTN), luego convertidas
en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación
(ETCR), lugares rurales destinados a facilitar la reincorporación
de los excombatientes a la vida civil luego del Acuerdo de Paz.
Aquellos talleres estuvieron orientados por una premisa
simple: la urgencia. En cuatro días de trabajo, las veinte personas convocadas para cada taller, entre pobladores
del municipio y excombatientes, definían un relato o un
pronunciamiento,
lo escribían,
lo editaban y encontraban y producían un mecanismo ágil de publicación de tal
modo que dicha publicación, urgente y rústica, empezara a
circular allí mismo en la vereda al final de aquel cuarto día. 5 Hicimos murales, folletos, pasquines, cartoneros cosidos,
sellos de cartón y madera, llevamos los materiales para
hacer hectógrafos, los ensamblamos allí y los empleamos
para hacer la reproducción de las publicaciones. Esto ocurrió en las veredas de La Variante (municipio de Tumaco, Nariño), Andalucía (municipio de Caldono, Cauca),
Carrizal (municipio de Remedios, Antioquia), Buenavista
(municipio de Mesetas, Meta), La Carmelita (municipio de
Puerto Asís, Putumayo) y en el corregimiento de Santuario
(municipio de La Montañita, Caquetá). Por una razón u otra, no fueron muchos los excombatientes que asistieron en comparación con los pobladores de cada vereda. Llegamos a tener, sin embargo,
en el taller de Mesetas, un grupo donde se encontraron
firmantes de paz junto a soldados y policías activos. Con
esta experiencia, tras corroborar cuán escasos son los
relatos escritos por comunidades que han sufrido el
dolor causado por el conflicto armado colombiano
—relatos que apenas circulan en comparación con
los relatos noticiosos de orden público—, una serie de
preguntas, emparentadas aunque distintas, empezaron a
darme vueltas: ¿cómo había ocurrido que el medio ambiente había sido víctima, pero también beneficiario
paradójico, del conflicto armado? ¿Cómo había sido la
vida guerrillera de las FARC en las selvas del país para
que algo así de complejo hubiera ocurrido? ¿Era posible
reunir un puñado de memorias de trocha, montaña y
tensiones en torno a ecosistemas o geografías concretas?
¿Qué era lo que ellas y ellos habían visto, que nadie más
había visto? A lo largo del año 2019 y parte del 2020 hicimos varios
intentos por buscar aliados que facilitara un acercamiento
al partido Comunes (antes llamado partido FARC) y a
excombatientes interesados en escribir relatos de no
ficción sobre su experiencia en y desde la naturaleza. Hablé con excomandantes inclinados por la escritura como
Martín Cruz (Rubín Moro) o Luis Eliécer Rueda (Matías Aldecoa). Me acerqué al Consejo Nacional de Reincorporación.
Lo intentamos a través de la cooperativa de comunicaciones
NC Producciones, creada por firmantes de paz.
Todos estos acercamientos fueron difíciles y ninguno prosperó por una razón tan simple como escalofriante: es tal el asecho al que están sometidos cada uno de los miembros del partido Comunes, es tal la carga de estigma que seguimos arrojando
sobre ellos desde la sociedad civil, es tal la desidia y la sinuosidad
gubernamental frente al pacto de estado comprometido en el
Acuerdo de Paz, que a cualquiera de ellos le resulta imposible
encontrar tiempo y espacio mental para algo más que el esfuerzo de supervivencia al que han sido arrojados en medio
del asesinato de sus copartidarios, la búsqueda de un proyecto
productivo para continuar con sus vidas y el deber de declarar
ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). A mediados de 2020, sin embargo, nos encontramos con el
Centro de Memoria Paz y Reconciliación dirigido por José
Antequera, y así como antes la idea inicial navegó entre frustraciones, a partir de entonces agarró un vuelo firme que ya
nada pudo detener. El CMPR no solo prestó una ayuda generosa para operar y hacer posible el laboratorio creativo que
juntos formulamos, sino que se constituyó en el interlocutor
intelectual que necesitábamos para comprender juntos, con
precisión, qué era lo que estábamos buscando hacer. Así tomó forma el horizonte conceptual que sustenta el trabajo
que aquí les presentamos: pensar la naturaleza como escenario
social complejo para el encuentro y la reconciliación; construir
la protección de la biodiversidad como consenso ecosocial en el
cual descubrirnos; ofrecer un puñado de memorias de excombatientes, vividas desde geografías distintas, como muestra de la
voluntad de hallar propósitos comunes. Leímos y reflexionamos alrededor de texto como La verdad de los ríos de Ignacio Piedrahita o La memoria secreta de las hojas de Hope Jahren. Nos resultó fundamental, para pensar la escritura como tejido reparador, el clásico de Herta Müller El
rey se inclina y mata. También trabajamos pasajes del libro Voces de Chernóbil de Svetlana Aleksiévich, donde ella se entiende
a sí misma como una “oreja humana”, método de escucha y
consignación de la experiencia vital de sus semejantes a partir
del cual algunas de las excombatientes decidieron avanzar sus
relatos en diálogo con Andrés Castaño y Christian Rincón,
estudiantes de la MEC y asistentes de investigación y edición
de este proyecto. Desde un principio, las firmantes de paz que
participaron en las sesiones de trabajo conectaron con la propuesta de escritura por una razón que ellas mismas enunciaron
así: “el 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la
naturaleza, no (en) el combate”. El volumen que acá presentamos está compuesto así por
once relatos finales que dan cuenta de formas y sensibilidades diferentes: un retrato póstumo de un hijo de campesinos
asombrosamente hábil en la percepción de los elementos
de la naturaleza; una memoria de adolescencia sobre los
juegos inventados en medio de lo rigores del monte para
lidiar con el miedo; un ensayo acerca de los territorios y
ecosistemas experimentados como teatros de operaciones
y diferenciados de acuerdo a las costumbres y prácticas de
sus pobladores; un conjunto de viñetas que recogen encuentros célebres de la guerrillerada con la fauna silvestre
en selvas y páramos; una meditación personal acerca de
lo elusivos que son los recuerdos de la naturaleza cuando
estos están atravesados por el peligro; una memoria sobre
el trasegar entre Casa Verde, el Vichada y el río Guayabero
en medio de tensiones con los colonos taladores de bosque;
una narración sobre la formación urbana y los anhelos de
llegar a los campamentos en las montañas; una evocación
del río Saldaña y de árboles como el totumo o el eucalipto 6 hecha desde el futuro de la flor de Jamaica; un balance del
tránsito de la ciudad al monte que es al tiempo el enfrentamiento a nuevos vocabularios y penurias; un recuerdo
de guerra tejido desde el comportamiento observado de
las hormigas; un recuento de tránsitos entre regiones que
fueron también escenarios pasados de diálogos de paz. Las ilustraciones que acompañan a cada uno de estos relatos
son obra de otras dos estudiantes de la MEC, Lisa Colorado y
Sergio Román. Así como los náufragos llevan siglos regresando con una
historia por contar, así este grupo de excombatientes tiene
para ofrecernos su experiencia vivida allí, en las entrañas diversas de una geografía que, quizás no sea tarde, podemos
recorrer como intento de reconciliarnos. 7 La espiral
del caracol Disney Cardoso (Con la colaboración de Christian Rincón) 8 de este poníamos varios caracoles. Yo sostenía otro caracol
en la mano, lo acariciaba con la punta de los dedos, lo calentaba en el agarre y luego lo tiraba al cuadrado para que
chocara contra cualquier otro allí. Una vida contra otra. Ganaba el que conseguía romper una de las conchas dentro del
cuadrado. Romper la espiral. * Yo me había intentado suicidar cinco veces. Eso antes de ingresar a la guerrilla. Y es que en mi casa pasaban tantas cosas.
Mi hermana, por ejemplo, no me quería, y cuando mi mamá
se iba durante semanas y semanas con su pareja, ella tomaba el
control y me sacaba de la casa. Durante esos días, yo tenía que
dormir encima de un árbol de mango. Las noches, los días, el
agua, el calor, es increíble cómo el desamparo se adapta a cada
situación. Por esa razón, cuando la guerrilla pasó junto a mi
casa, yo corrí detrás de ellos para que me llevaran. El comandante que encabezaba la marcha dijo que yo estaba muy pequeña, pero le insistí que ya tenía quince años, que no me iba a
arrepentir nunca de haberme ido. Les conté todo lo que pasaba
en mi casa, los días y las noches, y finalmente accedieron. No
quise mirar atrás. *
Aún hoy recuerdo a Gato con mucho detalle. Achico los ojos
y lo veo junto a mí: el tenía el cabello claro, los ojos verdes
acompañados de abundantes pestañas; recuerdo sus muchas pecas y su nariz que despuntaba en una pequeña bola capaz de
predecir los arrebatos del clima. Su hermana, que para efectos
prácticos le llamábamos la Gata, era mucho más baja que él y
llevaba el pelo a la altura del hombro. Ambos compartían las pecas y la trinchera y era raro no verlos juntos a cualquier hora del
día. Sus colmillos sobresalían y tal vez por eso no sonreía casi. Seis meses después de ingresar a la guerrilla conocí a Gato.
Esa primera vez nos vimos en la Llaneta, una vereda cercana
a Marquetalia. Asistíamos a un entrenamiento para los nuevos
reclutas y tanto él como yo estábamos cubiertos de barro, de
pies a cabeza. No nos dejábamos de mirar, intuyendo cierta
complicidad o quizás la soledad común de quienes llegamos de
manera temprana a la guerrilla. Al acabar la tarde, nos fuimos
a bañar en uno de los ríos que estaban cerca. Comenzamos a
hablar mientras el agua nos iba aclarando el rostro y ahí mismo supimos que seríamos amigos. Teníamos quince años y no
parábamos de reír y de correr por entre un paisaje que se nos
revelaba a través del juego. * Una tarde, mientras hacíamos chontos—cavar en la tierra
para hacer un baño en medio de la selva—vimos por primera
vez los caracoles. Eran tan grandes como una moneda y en
su concha había un espiral que se retraía lentamente hasta
culminar en un centro que quedaba fuera de la vista. Gato
y yo nos miramos y comenzamos a acumularlos en las manos y a tirárnoslos. Arrojar y evadir, reír, volver a arrojar.
En ese momento, a Gato se le ocurrió el juego con el que
atontaríamos muchos de los días que le siguieron a ese. Era
simple: trazábamos sobre la tierra un cuadrado y dentro 9 Gato, en cambio, reía a la mínima oportunidad. Lo recuerdo
con el caracol en la mano y su mirada nerviosa cuando estábamos frente al comandante. —¡Camarada Betty! Ustedes saben que no se pueden seguir
comportando como niños. y al día siguiente los volvía a coger un poco más arriba en su
escape lento para retomar el juego. La primera vez que fui al polígono y vi esos círculos cerrándose sobre un centro pensé de nuevo en el caracol y el disparo
salió recto. Crecer es salir del centro e ir hacia afuera. —¡La camarada Betty hace mucho desorden! —¡La camarada Betty se comporta como una niña! —Usted es una señorita, no es un niño; Betty, usted es una
se-ño-ri-ta. —Está sucediendo que hay camaradas muy indisciplinados.
Un paso al frente la camarada Betty. Y yo daba el paso. —¿Qué les está haciendo falta? ¿Quieren que les traigan muñequitas para que se comporten bien? ¿Por qué se están portando así? —Hay que ponerle orden a la vida. Voy a leerles el reglamento de nuevo. Nos leían una y otra vez las normas y después de repetirlas
en voz alta nos castigaban. Traer leña o estar de guardia en el
cepo. Gato me miraba y contenía la risa. * Aquellos años se revistieron de una felicidad inesperada
gracias a los caracoles. Los tenía en los bolsillos, en las manos,
los dejaba pegados sobre la corteza del árbol durante la noche 10 * Ese primer año en las FARC fue muy duro. Recordaba
a mi mamá constantemente, a pesar de que nunca estuvo
presente y de que nunca me apoyó cuando más la necesité.
Cada noche lloraba porque todo de lo que había escapado
me estaba comenzando a faltar de otro modo. Procuraba no
hacer ruido y me limpiaba las lágrimas tan pronto como salían, pero la memoria era una cosa abierta que me llenaba
de promesas y decepciones. Arrojar y evadir, reír y llorar,
volver a arrojar. * Recuerdo que los martes y miércoles nos repartían dulces
o cigarrillos. Como yo no fumaba, elegía los dulces que
después utilizaba con Gato para apostar. De vez en cuando
se agrandaba el grupo con otros niños, pero por lo general
acabábamos jugando sólo los tres. De tanto ser castigados
y regañados en público o en secreto, los demás preferían
mantener su distancia porque le tenían miedo a las penitencias que nos ponían cada tanto los comandantes, así que
el Gato, su hermana y yo fuimos una espiral que se cerraba
sobre sí misma. * La naturaleza en la que estuve rodeada era fría, de árboles
frondosos y grandes. Yo había aprendido a distinguir muchos
tipos de verdes y a recordar algunos nombres de los árboles en
esas largas expediciones que hacíamos: guamo, cucharo, guásimo, arrayán y bejucos. Cuando acabábamos nuestros deberes,
y a veces antes, Gato y yo nos subíamos a la copa de los árboles
y nos balanceábamos para sentir miedo. Éramos rabiosamente
felices y no nos importaba caer porque nos iba a pasar igual,
pero en la guerra, y mejor que nos pasara por decisión que
por accidente. Ensayar el error. Me recuerdo trenzando las
ramas para caminar entre los árboles, recuerdo a Gato bajando una copa de un árbol con su peso y a la Gata subiéndose
con afán. En una de esas tantas veces, ocurrió que la Gata no
se pudo sostener bien y el peso del árbol la mandó a volar
sobre un moral. Las pequeñas espinas se le habían incrustado
en el rostro y en las piernas, y mientras se las sacábamos, ella
casi desmayada, Gato y yo nos reíamos de pánico. * Supe que mi hermana también había ingresado a la guerrilla
poco tiempo después de que yo me hubiera ido. Yo estaba en el
frente 21 y ella en el bloque Daniel Aldana. Durante veintidós
años no nos vimos. De vez en cuando nos llegaban vagas noticias,
la una de la otra, pero no fue hasta que el proceso de paz finalizó
cuando sucedió el reencuentro. Cuando nos vimos, nos abrazamos casi por instinto y estuvimos de acuerdo en que habíamos
sobrevivido tanto tiempo por las oraciones de nuestra mamá. La
palabra que cuida, que oculta, que encuentra. Ese largo viaje había
terminado. Iríamos de nuevo a casa. El Gato y la Gata acabaron
en la guerrilla porque se habían quedado sin padres. Los papás
de ellos eran conocidos por haberse dedicado a la magia negra.
Cuando la guerrilla les arrebató los libros de hechicería con los
que ellos trabajaban, Gato conservó uno en secreto. Durante
un año, lo llevó escondido en el fundillo de la ropa interior o entre las botas, hasta que un día, jalado quién sabe por qué
deseo, quiso llevar a cabo un conjuro. Se propuso conseguir
tres corazones de gallina negra, tres corazones de golondrina
y otros elementos exóticos. Tanto él como yo sabíamos que
ese tipo de cosas no estaban permitidas. Cuando los camaradas
comenzaron a sospechar y dieron con el libro, se lo quemaron
frente a sus ojos. Entre la rabia y la tristeza, Gato fue castigado
con severidad a llevar doscientos cincuenta viajes de leña. Yo
pedí acompañarlo para suavizar su pena y en uno de esos viajes
me dijo, soltando la madera al suelo: —Vámonos, Betty. La Gata y yo nos vamos a ir. —No, no puedo. Aún tengo mucho que perder. —Yo sé que usted no le va a decir a nadie. Negué con la cabeza, cogí la leña que estaba caída y les di la
espalda sabiendo que no los iba a volver a ver. Horas después, los compañeros salieron a buscarlos, pero
ellos les llevaban ya mucha ventana. Supe de otros que esa misma noche se habían enfrentado con sus fusiles a muchos de sus
antiguos camaradas para salvar su vida y después de un largo
combate, escaparon ilesos. * Mi nombre de guerra era Betty y el que me puso mi mamá es
Pabliny. Para no olvidar el tránsito, yo llevaba un cuaderno en
el que iba escribiendo todo lo que me iba pasando. No olvido
que, a los veinte días de haber llegado, Gato me regaló una libreta que al poco tiempo se me ahogó. Más se demoró el río en
llevársela que yo en buscar otra, porque de uno u otro modo, yo
siempre encontré la forma de pasar al papel mis pensamientos. 11 * La lucha también la libré adentro. A solas conmigo. Siento
la brisa que baja desde el monte y pienso que también soy
esa llovizna que me limpia la cara, soy este AK-47 al que
me aferro sin fuerza, porque han pasado los años y también
estoy del otro lado del fuego, pero también estoy aquí. Soy
un árbol, que aparentemente no se mueve pero va contando
su historia tranquila debajo del suelo. Es mi manera de llegar
más rápido a casa, de decirle a mi mamá que ya estoy cerca,
que me cure las manos, que me bese la frente, que me diga
que no estoy tan sola y perdonarnos el silencio de haber
llevado otros nombres. Vencer o morir, dice la consigna.
Vencer muriendo, digo yo que ya estoy aquí, más lejos. —¿Y usted para qué escribe esas pendejadas? —me preguntaba Gato. —Para que no se me olvide. —Usted está loca porque no se acuerda de las cosas. Pero lo que yo cargaba en esos cuadernos no era mi
memoria, sino mi corazón, que es otra forma de volver
hacia atrás y hacia adelante. Recuerdo que muchas veces
tuve que escribir a escondidas en hojas que iba guardando
en bolsas para que no se mojaran cuando pasaba por los ríos
y las quebradas. Incluso, le había sacado un bolsillo nuevo
a la maleta para que, en las revisiones que nos hacían, no
encontraran nada. El último cuaderno que tuve y aún conservo lo conseguí por
medio de Guzmán, que fue mi pareja durante muchos años y
que era el encargado de darnos la dotación. Él me pedía que le
ayudara a llevar el registro de las cosas que se entregaban y yo
aprovechaba para pedirle que me trajera más cuadernos. Un día, cuando me preguntó por ellos, yo le dije que se
me habían mojado y él no volvió a reparar en ello, aunque
en el fondo supiera lo que hacía. Cada hoja era una impresión, un paisaje inacabado en mis ojos que sobrevivía en
mi mano, escribiéndolo, comentándolo, de suerte que el
cuaderno tiene en cada hoja un título distinto: Tatiana, los
besos, las nubes, entre ramas, nombres de flores, frailejón. *
—Camarada Betty, ¿de nuevo jugando con los caracoles? 12 UN LECTOR
DE LA NATURALEZA (homenaje) Doris Suárez Guzmán 13 Rollito reconocía
la naturaleza convulsa y
silenciosa.
Identificaba el suave y lejano rumor de los árboles y los diferentes olores del verde con tanta naturalidad que contrastaba
con su reticencia para la lectura y la escritura. Yo, en cambio, nací con el sentido de orientación extraviado. Soy poco
perspicaz, desconozco el arte de observar. Para mí los árboles
no tenían personalidad, no podía diferenciarlos a pesar de que
me esforzaba en ubicarlos por algún rasgo que me sirviera de
referencia. Para mi eran simplemente ese techo verde con todos sus matices. Un techo a veces exageradamente alto que nos
protegía en la guerra como una enorme cobija, y que no nos
dejaba ver el cielo. Uno de los pocos camaradas cercanos a Rollito —y que
aún sobrevive— es Octavio, que me ayudó aquí a recordar.
Empezó un tanto nostálgico con sus evocaciones. Ambos
tuvieron una relación muy cercana a pesar de ser jerárquica. Octavio tejió con Rollito una relación de amistad más
que de subordinación. Admiraba de Rollito esa especie de
don natural y montaraz que le permitía saber si las personas
eran honestas o si solo les motivaban intereses personales.
Aunque parecía estar a medio camino entre la inocencia y
la astucia, era difícil engañarlo. Una tarea fundamental en la guerrilla es saber ubicarse
en el terreno, hallar una posición dominante para enfrentar o replegarse sin quedar en desventaja ante el enemigo.
Algunos mandos tenían mapas, coordenadas y brújulas
para ubicarse. Nosotros teníamos a Rollito, nuestro faro,
el rastreador inagotable que exploraba en el día y en las
noches nos guiaba por las trochas. Los mandos le consultaban a menudo, “¿Dónde cree que podemos ubicar el
campamento?”. Rollito siempre tenía la respuesta precisa
porque el terreno estaba grabado en su cerebro. Incluso
sin una luna gorda que nos acompañara, con neblina, con
lluvia, en el lodo y sin alumbrar con la linterna, era capaz Analfabestia, burro, torpe, bruto, ignorante. Si usted pertenece a la generación de la guayaba sabe que estos calificativos, que horrorizarían a un pedagogo moderno, eran
usados contra las personas a quienes el asunto de leer y
escribir no se les daba. Años después descubrí que la única
forma de leer no es con los signos gráficos que aprendemos en la escuela. Existen muchas maneras de leer. Existen
personas que, lejos de ser brutas, han desarrollado otro tipo
de habilidades que la mayoría de los letrados no tenemos.
Lo digo especialmente por Rollito, ‘El gordo’, ‘Roger’ o
‘Tomate’, como lo llamábamos en el campamento dependiendo del sentido del humor o la urgencia del momento.
Yo prefería decirle Rollito, y ahora que quiero recordar a
este hijo de campesinos, sencillo, humilde y macizo como
un árbol pequeño, seguiré diciéndole Rollito, mi Roger.
Él, iletrado, era un lector instintivo y avezado de la naturaleza. Sus ojitos felinos leían de corrido y sin vacilar los
aromas de las plantas, el canto de los pájaros, el grosor de
los árboles, el tamaño de las piedras; una cantidad infinita
de signos sutiles que mis ojos alfabetos dejaban escapar. 14 de orientarse en el terreno más quebradizo y peligroso.
Su memoria geográfica era asombrosa, vivía en estado de
alerta, siempre en guardia. Nunca dudaba, o si lo hacía,
lo disimulaba bien. Cuando nos movíamos en terreno desconocido o inseguro
ni siquiera podíamos prender una de aquellas linternas mini
maglite, pequeñitas, muy finas, a la que se le puede graduar el
chorrito de luz. Los que no teníamos linterna usábamos unas
hojitas que alumbraban de manera muy tenue. Se la poníamos
en la espalda al camarada que nos precedía y avanzábamos
en silencio.
—Ya casi llegamos, monita —me susurraba Rollito, aunque yo sabía que era para darle ánimo a mi cansancio. Entonces le preguntaba, un tanto molesta: —¿Y cómo lo sabes? No se ve un carajo y nunca habíamos cogido esta trocha. —Por el olor —decía con la mayor naturalidad. —¿El olor de qué? Del aire mismo de la hierba creciendo, de las hojas, de las
trochas, del suelo. Rollito no me contestaba. Todo esto del
olor vine a entenderlo después. Confiábamos en la certeza de su olfato que olía hasta
el vacío. Confiábamos en sus manos gruesas y resistentes
como tenazas, las mismas con las que despescuezaba una
gallina para el almuerzo, amasaba cancharinas —especie
de pan guerrillero— o enjalmaba con suavidad a una bestia vieja y cansada con la que se habían encariñado los
guerrilleros. Algunas veces apretaba el puño y me decía: —Monita, si es capaz de abrirme la mano, cuando vaya
donde Rosita le traigo una arepa con quesito. ¡Qué va! Por más que pujaba y ponía mis dos manos y
el cuerpo y hasta intentaba hacerle trampa con cosquillas,
nunca logré abrírselas. De todas maneras, me traía una arepa
cuando podía, porque Rosita, una campesina de la región,
nos quería mucho. Era una relación casi familiar que había
establecido especialmente con tres de nosotros, pero como
no le alcanzaba para darnos a todos, nos llamaba aparte y nos
daba la prueba de un trozo de cerdo con arepa, o de algún
sabroso bocado, lo que para nosotros era un tesoro.
La mayoría de la comunidad fariana es de origen campesino, por eso cuando una persona ingresaba a las FARC-EP
se le preguntaba por su nivel de escolaridad. Si era iletrado,
se le esgrimía una de nuestras consignas: “El primer deber
de todo revolucionario es aprender a leer y escribir”. Eso
significaba que la persona debía dedicar varias horas adicionales al día a este ejercicio. Pero Rollito nunca aprendió. Era
tan sagaz que logró ocultarlo. Reconocía las letras aisladas,
las ponía al derecho y las miraba a distancia, con rostro de
gran concentración. —Me arden las vistas—respondía cuando algún campesino
tan iletrado como él le pedía el favor de que le leyera algún
escrito. Con ese pretexto le alcanzaba el papel a uno de sus
camaradas: —Léale esto al compañero que me están ardiendo las vistas
—volvía a repetir. No leía frases, pero Rollito leía la naturaleza con toda su
puntuación, sin titubear. Leía con todos los sentidos y con
uno adicional: el de la malicia, para el cual le servía aprender palabras nuevas. Cuando
lo nombraron palafrenero 15 del campamento, primero preguntó con disimulo el significado de la palabra, y luego la ostentaba orgulloso, especialmente para descrestar a los campesinos. Los seres humanos somos nombradores por naturaleza. Los
guerrilleros aún más. Lo rebautizábamos todo. Ya supondrán
a qué se debían los remoquetes de ‘Gordo’ o ‘Rollito’. En cambio, el de ‘Tomate’ surge del afán de Rollito de querer pasar
desapercibido cuando tenía que civiliar, es decir, conseguir
provisiones, hacer encargos o simplemente atender a alguien
del trabajo organizativo o político de la organización. Vestir
como los campesinos, que a veces usaban colores llamativos,
era algo que parecía sensato, pero ponerse una camisa de color
rojo encendido pretendiendo mimetizarse, esa fue otra vaina.
En la distancia, los guerrilleros veían cómo una bolita roja
iba emergiendo en el camino junto a otros punticos negros y
luego, cuando se podían distinguir mejor, descubrían que era
Rollito, que en vez de mimetizarse se hacía más visible, con
su célebre camisa roja, algo de lo que él parecía no percatarse
pues muchas veces lo vimos pavonearse orgulloso de su capacidad de camuflarse. Octavio y otros camaradas lo veían en
lontananza y ese rojo vivo que rodeaba su barrigota despertó
en Octavio la metáfora. —Igualito que un tomate—. Todos lo celebraron en medio de carcajadas y así entre chanza y chanza ese remoquete
le quedó colgando. Roger era muy aceptado entre los civiles, le tenían aprecio,
confianza. Con su amabilidad y voluntad para ayudar cargando y partiendo leña, ordeñando vacas, echando rula, enjalmando bestias o ayudando a coger café. Mejor dicho, no le
tenía pereza al trabajo, y esa cualidad es muy apreciada entre
los campesinos. Por eso se ganó su cariño. La hija de unos colaboradores que tenía cierto retraso mental, cada vez que lo veía 16 lo abrazaba con una contentura que no disimulaba. Los padres, conocedores de las normas de respeto que había en la
guerrillerada, lo asumían sin ninguna malicia. Una vez Octavio, su jefe, los vio conversando. Se les acercó despacito y oyó
que la muchacha le decía: “Hágase el zorro que yo lo rasco”.
Al verse sorprendido, Roger empezó a justificarse: —Ay, camarada, qué pena con usted. ¿Estaba escuchando? Le
juro que no tengo nada con esta muchacha. La he respetado,
ella dice que se quiere casar conmigo, pero yo no he hecho
nada, camarada. Desde entonces, cada vez cada vez que Octavio lo quería
hacer achantar le decía hágase el zorro que yo lo rasco, y
Roger se ponía rojito y se escabullía del grupo en cuanto le
era posible. Como a la mayoría de los guerrilleros, a Rollito a veces le
agarraba la nostalgia pensando en su familia. Creo que era la
única raíz con la que se tropezaba de vez en cuando. Especialmente cuando estaba en la avanzada. Alejado del campamento
y con el valle al fondo, tendidos boca arriba, muy cerquita del
cielo abrazado de nubes caprichosas, contemplábamos el batir
de alas de los colibríes y casi sentíamos su corazón acelerado
como en un eterno orgasmo. Entonces hablaba un poco de su
infancia, de sus sueños y yo le confesaba mi miedo de no volver
a encontrar el camino cuando me enviaban a realizar alguna
misión. “¿Cómo haces, Rollito?”, le preguntaba. “Para mí todos
los pinos son iguales”. Él con paciencia empezaba a tocarse su
bigotico incipiente. Tenía treinta y cinco años y era un guerrillero curtido y valeroso. Ese bigotico, sin embargo, lo hacía ver
como un niño curioso y travieso mientras me describía todas
las señales que era capaz de leer en la naturaleza. Qué daría hoy
por haber podido tomar notas o haber grabado sus múltiples
lecturas del paisaje. Nunca lo escuché cantar, pero se sabía todos los corridos de
Antonio Aguilar que hablaban de caballos. Le gustaba galopar,
aunque pocas veces podía hacerlo. Le gustaba observar caballos
y a veces le pedía a algún campesino que le dejara amansar. Al
principio, las bestias de los campesinos las pedíamos prestadas
o se les comprábamos. Cuando los paramilitares y el Ejército
lo detectaban, señalaban a los campesinos de colaboradores y
los asesinaban. Para evitarlo, se cambió de táctica. Empezamos
a recuperar las de los aliados de los paras y así se armó nuestra flotilla para transportar economía sin poner en riesgo a los
campesinos amigos. Rollito era el mejor palafrenero. Estaba pendiente de motilar las
bestias, darles vitaminas, tratamiento parasitario, miel de purga,
estaba atento a curarles las peladuras con neguvon. Las mantenía
bonitas y bien cuidadas. Arriarlas para un hombre ágil como él era
un juego, aunque a veces en voz baja pegaba sus madrazos cuando
se enterraban en los lodazales o eran retrecheras ante las trochas.
Obviamente, los guerrilleros—rebautizadores—les ponían
nombres a esas bestias de acuerdo a sus características. Por
ejemplo, a una de color amarillo y muy brava la llamaron ‘la
gringa’, porque se parecía a una guerrillera de cabello claro
que tenía fama de malgeniada. A un machito barrigón, algo
sonso pero bueno para la carga y el trabajo, le pusieron ‘el
pipelón’. (Aquí entre nos, a esa bestia también le decían en
voz baja Roger.) A otro de color moradito lo llamaron ‘el
moro’. Era muy bravo. Parece que al amansarlo le pegaron
mucho en la cabeza y motilarlo era muy difícil, pero Rollito
se daba sus mañas y con paciencia le amarraba una cuerda a la
jeta y lo motilaba. Era pequeñito y flojo, casi inútil, pero era
el consentido de los guerrilleros, les daba pesar echarle carga.
Y ahí estaba, en la tropa, recibiendo los mismos cuidados de
los demás. A Rollito le gustaba el guaro, estaba prohibido beber, pero él
lo hacía. Se daba sus mañas para que los civiles le alcahuetearan 17 y de vez en cuando le llevaran mediecita de aguardiente, que
rara veces compartía por temor a que lo reportaran y lo sancionaran. No volví a ver a Rollito. Estuve en prisión durante más de
una década, me enteré de su muerte por casualidad y aunque
ya habían pasado varios años de ello, me dolió como si recién
se hubiera ido. Su muerte se me confunde con las de miles
que murieron en esta guerra; un muerto de los que nadie se
entera. Pero aquí está mi testimonio de un iletrado sabio, un
amoroso lector de paisajes que ya regresó a la tierra donde
terminaremos todos. No volverá a sentir los árboles ni volverá
a guiarnos por las trochas. Aunque firmamos el Acuerdo de Paz con el Estado colombiano en 2016 para sentar las bases de una verdadera democracia y darle una salida civilizada al conflicto, mis camaradas
siguen muriendo asesinados. Y hemos decidido no volver a
la guerra y tratar de conquistar las transformaciones que soñamos por la vía política. Ahora que dejamos las armas, da
otro tipo de miedo. Pero da más miedo volver a la guerra.
Así que resistimos cada uno en el espacio que decidió para
afrontar esta etapa. Personalmente me reconcilia con la humanidad ver y sentir que, a pesar de un pequeño pero poderoso sector guerrerista, hay muchas más personas arropando
este maltrecho pacto de paz. Eso alegra y también contagia. Me hubiera gustado que Rollito estuviera aquí. Creo que
relatarlo es una forma de no olvidar a ese hombre iletrado y
sabio. Lo imagino escuchando embelesado la lectura y diciendo, “Monita, ¿usted escribió todo esto? ¡Qué tesa!”. Este escrito hace parte del duelo que no hice. También es
mi sincero homenaje a los que han caminado conmigo y han
abierto, para mí, otras páginas, otras formas de leer el mundo. terrenos
territorios
poblaciones Manuela Marín 18 Esos primeros viajes, todos cortos, me adentraron en un
muy resonado terreno, conocido por ser el más grande del
mundo en su categoría y por privilegiar, con la garantía de
la vida, al centro entero del país. El páramo del Sumapaz,
escenario histórico de lucha en procura de su preservación,
acogió varios frentes guerrilleros; sus innumerables trochas,
que aún lo atraviesan en distintas direcciones, dan cuenta del
incansable trasegar del que ha sido testigo. Al pensar en algo que resaltar del páramo llegan a mi mente
fotografías que reflejan su esplendor y la armonía de su composición; la misma vegetación se extiende tantos kilómetros
que la vista no alcanza a dimensionarla, ni siquiera cuando el
cielo es azul y el sol brilla y quema la piel al instante, mucho
menos cuando la espesa niebla cae, pues te impide ver a más
de dos metros de distancia cualquier cosa. Allí siempre fue fácil perderse, quedarse de las marchas o disgregarse, sobre todo
para quienes nacimos en las ciudades; fui advertida desde la
primera vez que caminé ese terreno, así que muchas veces me
abstuve de posar la mirada en los paisajes para estar al tanto del
compañero que caminada adelante. Luego de la firma del Acuerdo de Paz he vuelto un par
de veces, y aunque no me he adentrado en sus trochas y
caminos, he sentido el mismo olor a pasto y leche fresca.
Ya sin la presión de perder a mi compañero de adelante, he
alzado la mirada al detalle y en todas las profundidades que
permite ese paisaje abismante. Al fin pude tomar fotos, ya
no mentales, de los frailejones, lagunas y horizontes. Solo una hora después de dejar la zona urbana de la capital, en la Localidad de Usme, se pueden ver las casas, los cultivos, las ruanas y los cachetes rojos de sus habitantes y en
el primer contacto con ellas y ellos, en el primer saludo, se
percibe ya el ambiente de fraternidad y de lucha colectiva
que fructifica y sostiene esa región. Compañera, compañero, Dicen los expertos que la geografía colombiana es ideal para
la guerra, diseñada a la medida de las necesidades de la irregularidad. La guerra es, seguramente, la situación más extrema en la que pueden verse envueltos los seres humanos,
así que requiere de escenarios igualmente extremos. Para
cualquiera de los bandos enfrentados, el terreno tiene un carácter estratégico; de su conocimiento, manejo y capacidad
de adaptarse a él depende en gran parte el éxito o derrota de
los ejércitos. Gran reto supone entonces la contundencia de las tres cordilleras colombianas y las consecuentes geografías sociales que
conforman el mapa de nuestro país. La experiencia insurgente
es distinta a la de los ejércitos estatales, esto a pesar de que el
terreno, entendido como teatro de operaciones, sea el mismo.
La principal razón quizás sea el tipo de relación con aquello
que hace aún más particular cada territorio: la población que lo
habita y lo protege. La cordillera Oriental es la más extensa y ancha de Colombia,
ella traza límites, define climas, cosechas, vías de comunicación
y marca parámetros de vida y convivencia inquebrantables. Allí
ingresé yo a las FARC-EP. Esto ocurrió luego de conocer varios
campamentos cerca de Bogotá y de hacerme y responderme—
muchas veces—la pregunta de si realmente era capaz físicamente
de asumir el reto para el que moralmente estaba lista. 19 es el saludo común, seguido de un pocillo con tinto caliente
y la invitación a sentarse en el mejor lugar para charlar: la cocina al lado de una hornilla de leña y de los cajones del queso
que siempre hay en todo hogar paramuno. La vida cotidiana de la insurgencia en este territorio
siempre fue dura, por el frío agudo, las trochas por las
que había que transitar y entrar la comida, a veces de barro hasta las rodillas, y por la poca vegetación alta para
construir campamentos resguardados. Sin embargo, así
como las familias campesinas por siglos se adaptaron y
han aprovechado cada oportunidad que ofrece esta geografía singular, así la insurgencia también lo hizo, y a mi
generación, los unos y los otros le legaron aprendizajes y
métodos para vivir, trabajar, cultivar y luchar. El terreno, y las posibilidades que este nos brindó, nos
ubicaban en uno u otro lugar dependiendo de la tarea que
nos disponíamos a realizar. Los procesos de formación, que
implicaban concentración de personal para mantenerse por
días o incluso meses en relativa quietud, requerían de un
espacio amplio, cubierto y con diferentes sitios alternos para
instalarse. Así conocí la selva de la Orinoquía y en ella los
enormes campamentos e instalaciones hechas para tomar los
cursos que permanentemente se dictaban a diferentes unidades en rotación. Qué diferente se sentía pisar la esponja siempre húmeda
que cubre el páramo frente a la tierra árida y rústica del verano selvático; allí el calor húmedo no mengua, ni siquiera
en la noche, aunque pocas veces se toma el sol directamente,
por la espesa capa de hojas de muchas formas que lucen los
árboles grandes y frondosos que parecían eternos. En la selva se redefine el concepto de biodiversidad. Desde la teoría, la biodiversidad es una riqueza y un privilegio 20 que pocos países poseen, pero al enfrentarte a un terreno en
el que la cantidad impensable de especies de insectos te pican, muerden, queman y representan riesgos de enfermedades tropicales y múltiples dolores y molestias, ya no nos
sentíamos tan privilegiados. Enfrentar esta realidad no fue la
mayor preocupación de la insurgencia, por supuesto, pero si
un reto a tener en cuenta para aprovisionarse de medicinas y
elementos de logística necesarios. Mientras en el páramo la
cobija gruesa, que llamábamos peluda, era lo más importante
para dormir, en la selva lo esencial era un toldillo grande y
de tela tupida. Cobertura y protección encontramos siempre en los terrenos
selváticos, aguas de ríos grandes y pequeños caños, maderas muy
variadas que prestaban sus atributos para construir instalaciones
cómodas y limpias, un entramado de cordilleras, lomas y filos ––
montañas pequeñas–– que mucho provecho nos brindaron en
la causa de nuestra supervivencia. Y en medio de todo, siempre
hallamos población. Los relatos de las familias colonas son los relatos de la
exclusión histórica de nuestro país. Llegaron huyendo de
la violencia y el hambre y se vieron obligados a tumbar
montaña adentro, muchas veces solo con macheta y hacha
hasta arrancar la última rama y así poder sembrar comida
y pasto para los animales, y con la misma madera tumbada
construir su casita. Arduo trabajo familiar que con los años
se convirtió en pequeños fundos, en muchos casos distanciados por horas uno del otro. La cultura de las familias colonas es la cultura de la resistencia.
Se negaron a rendirse, aunque ello implicara iniciar una vida en
tierras inhóspitas. Construyeron vías de comunicación—igual
que lo hizo la insurgencia en muchas ocasiones y lugares—y
conformaron su propia normatividad comunitaria para convivir.
Finalmente entendieron que ante el abandono, las necesidades y los riesgos, solo el trabajo colectivo y solidario iba a ayudarlos a
preservar. Sin agua potable, luz eléctrica y mucho menos internet, en
esas zonas habitan familias e incluso personas solas para quienes éramos los visitantes más frecuentes. Esas condiciones, que
están muy lejos de significar ignorancia, y sí más bien conocimientos muy especializados aunque empíricos, nos enseñaron
que ‘dominar’ el terreno no es más que agudizar los sentidos.
Conocer el rastro o trillo de un animal o persona, escuchar
las alertas que hacen los animales al ver otros seres vivos o
simplemente orientarse en la montaña de un lugar a otro,
guiados solo por el sol, las sombras, el musgo y el instinto. En mi caso, nunca desarrollé tales destrezas. Provenir de
una ciudad nos dificultaba en general ubicarnos, en gran
medida porque la ciudad es cuadriculada, nada parecido
a las múltiples formas que toma la selva y su gigantesco
entramado de vida. Pero gracias a la pericia e intrepidez
de muchos de mis compañeros y compañeras, logramos
superar todas las situaciones difíciles y hacer más sencillo
nuestro paso por aquellas áreas, lo que en ocasiones llegó a
ser emocionante. En pleno inicio del proceso de paz de La Habana, la unidad
que me correspondía se ubicó en la región del Losada-Guayabero, territorio en disputa entre los departamentos del Meta y
Caquetá. Sus fronteras invisibles, y sobre todo la ausencia de
inversión y de responsabilidad de ambos departamentos con
la población, han contribuido por décadas a una controversia
jurídica y política, alimentada además por la disputa alrededor
de los recursos naturales que se han venido descubriendo allí. Como su nombre lo indica, estos dos ríos son cruciales para
la Orinoquía porque trazan
los
límites de
una región caracterizada por una telaraña de carreteras 21 que se entrecruzan y permiten la movilidad fluida y la
comercialización de su mayor producto de sustento, que
es la leche y el queso. Por supuesto, todas las vías de comunicación, puentes, escuelas y puestos de salud fueron
construidos por las comunidades, que son a su vez quienes
les hacen mantenimiento y las cuidan. Ello implica unas
capacidades organizativas populares que a partir de nuestra convivencia permanente con sus habitantes conocimos y ayudamos a potenciar. Las normas allí son muy claras, construidas colectivamente
y cumplidas conscientemente. Solo de esta manera las condiciones de vida de las comunidades mejoraron. Allí desarrollamos la tarea que por esos días nos correspondía, trabajo
político y organizativo que solo era posible en el contacto
con el pueblo y sus organizaciones. Las buenas condiciones de relacionamiento, abastecimiento y movilidad se sumaban a la sensación de tranquilidad que daba el hecho de tener tan cerca a la cordillera Oriental, que
siempre representaba resguardo
y posibilidades de traslado seguro a otras regiones. La
cordillera representa también aguas limpias y variadas:
un paisaje natural y social importante que recuerdo con
enorme gratitud. Ya avanzadas las conversaciones de paz, nos dispusimos a cruzar el límite de esta región para pasar a otra no
menos significativa, conocida como las sabanas del Yarí,
conformada por un ecosistema muy particular donde se
traduce el acumulado histórico de lucha resiliente de sus
habitantes, en su mayoría colonos e indígenas. Ellos han
construido apuestas colectivas de aprovechamiento y defensa de ese territorio, en las que la solidaridad aplicada a
la defensa del ambiente, la gestión en busca de desarrollo
e incluso la seguridad colectiva, son lo esencial. Allí el verde de la vegetación es muy especial. Kilómetros y
kilómetros de pasto corto y débil sobre los que se alzan amaneceres y atardeceres que nunca he apreciado en otro lugar.
Son pocos los lugares con árboles altos o bosque espeso. Allí
la insurgencia tuvo que desarrollar creatividad y destreza para
adaptarse a ese terreno. Uno de los mayores retos fue siempre
conseguir suficiente agua para ubicarse y acampar; ríos grandes
como el Yarí y el Tunia eran vigilados constantemente. Para
garantizar la permanencia y el tránsito de diferentes unidades
alterábamos nuestras rutinas en el cruce de una orilla a la otra. En época de invierno la sabana entera se convertía en una
tierra jabonosa, se fortalecían los ríos y se empozaban fácilmente pequeñas lagunas. En verano, en cambio, había que
aprovisionarse de agua para el camino o había que marchar
durante horas antes de encontrar fuentes. Fue así que conocí a
los míticos morichales, un grupo de palmas de Moriche similar a un oasis. Cuando nacen juntas hacen el milagroso efecto
de brotar grandes cantidades de agua. Aunque esa agua tiene
un sabor ligeramente ácido, sabe a gloria luego de una larga
caminata bajo el sol. Nunca voy a olvidar las historias que contaban las familias
campesinas y las y los guerrilleros de esa región: el paso de
grupos paramilitares, de narcotráfico, su posterior destierro
y el inicio del operativo militar más grande que se ha desatado
contra una insurgencia en América Latina. El Plan Patriota,
componente militar del Plan Colombia, empezó con desembarcos de tropas sin precedentes allí en las sabanas del Yarí. Tampoco voy a olvidar el amor que expresan los habitantes
por su territorio. Sus riquezas naturales y organizativas eran
siempre reivindicadas en sus discursos y acciones, orgullosas y
orgullosos de la fauna que les rodea, la halagan y enaltecen en
un nivel de admiración y respeto que necesariamente contagia. 22 Historias que pasaron por mi mente cuando fui elegida
para integrar la delegación de paz de La Habana y justo
en esa área, junto con otros compañeros y compañeras,
fuimos recogidos por un helicóptero luego de un evento
de pedagogía de paz en el que participaron comunidades
de todas las regiones vecinas. La sensación de ser partícipe del contraste histórico
entre uno de los periodos más cruentos de la guerra, y el
inicio de una etapa esperanzadora de paz que esta vez sí
llegó a concretarse, se potenció cuando, nuevamente en
helicóptero, aterrizamos allí mismo con toda la delegación de paz, esta vez para realizar la última conferencia
guerrillera que tomaría la decisión más importante en la
historia de la organización: firmar el Acuerdo de Paz con
el Estado colombiano y dar inicio a una nueva lucha, la
de la implementación del acuerdo y de esta manera hacer
tránsito a partido político legal. Hoy, corridos cuatro años de lucha por la implementación de lo pactado en el Acuerdo de Paz, rememorando
los pasos por cada región que recorrimos, las vivencias
y sentires inolvidables que chocan entre sí por encontrarse entre lo difícil y lo hermoso, es claro para mí que
el camino escogido fue el acertado. La solución política,
tan esquiva por décadas, es definitivamente la vía menos
dolorosa para el pueblo en su conjunto y para quienes
le apostamos a generar transformaciones en este país. Ha sido un camino complejo, tal vez más de lo que esperábamos. La violencia y la estigmatización no cesan,
pero en el recorrido por saldar las deudas históricas que
el Estado y la sociedad tienen con las comunidades sufridas y olvidadas, las mencionadas en este texto y muchas
otras que aún faltan, es
indispensable sumar esfuerzos, voluntades y acciones cada vez más plurales y variadas. Solo
el impulso unificado de todos los sectores que soñamos y
trabajamos por la paz con justicia social va a hacerla realidad.
Esperamos que nuestros relatos sean un aporte a la construcción de la verdad completa e integral de un conflicto que
debe conocerse para que culmine con un punto final de no
repetición. 23 mutatis
mutandis Indira Cerpa Granda (Con la colaboración
de Christian Rincón) 24 Me siento en el borde de la cama, caliento café en la estufa
antes de que la mañana abra y me pregunto o le pregunto
al vacío: ¿qué fue lo primero que perdí cuando llegué a Bogotá? Hay una frase de un libro que puede responder a esta
pregunta: “supe por primera vez lo que era vivir en la naturaleza, entre hombres de campo de verdad, y fue entonces
cuando dejé de ser ya para siempre una posible habitante de
la ciudad”. La frase está en El árbol, de John Fowles. Y claro,
sólo hasta que llegué Bogotá, después de haber pasado seis
años en las FARC, comencé a preguntarme realmente por
mi recuerdo de la naturaleza. Los animales que había visto
y me habían visto en esas largas noches tensas; las plantas,
indiferentes pero atractivas durante las marchas; los ríos, los
árboles, cada cosa atravesada de afecto y peligro. Todo eso
lo había perdido, pero conservaba ese conocimiento en el
cuerpo, la memoria del bosque que me ayudó a sobrevivir y
que ahora es una imagen quieta que sigue creciendo. ¿Y si alguien me pidiera que le contara la historia de esa pérdida? Le diría que todo empieza cuando terminó el proceso de
paz, pero también puede comenzar antes. Por ejemplo, con
la pérdida de mi nombre. Mis padres me llamaron Indira por
Indira Gandhi y así estuve diecisiete años, dejándome llamar
como me habían llamado mis padres, pero cuando llegué a la
selva, tuve que acoger en el rostro otro nombre. Decidí llamarme Luisa porque no tuve mucho tiempo para pensar; de
otro modo me hubiera puesto Julia o María del mar. Decir que
perdí mi nombre es algo exagerado. Ambos permanecen y
conversan en mí, discuten, se dejan de hablar un par de días y
luego se reconcilian. Ambos nombres tienen su propio camino
pero al final llegan al mismo punto. 25 Esta historia comienza todos
los días: comienza cuando me despierto en la mañana, comienza cuando escucho
las noticias y me enfado, comienza cuando voy de caminata, comienza cada vez que presento mi obra de teatro, comienza cada vez que llegan recuerdos a mi cabeza, comienza cuando siento que esta vida me queda grande y que no
voy a poder con ella, comienza cada vez que me pregunto si tomé las decisiones correctas, comienza cada vez que
pienso en Indira sin Luisa y me doy cuenta de que no tengo
sino agradecimiento con Luisa, comienza cada vez que me
siento orgullosa por lo que soy, por mi proceso, por mi familia, comienza cada vez que me doy cuenta que me atraviesa una lucha inacabable, el monte, la mata, la manigua. Esta historia se escribe, se reescribe y se borra. Cuando se firmó
el Acuerdo de Paz, yo sentí que había que empezar de cero y eso
significaba responder varias preguntas. Una de las más urgentes
era saber quién era y qué quería hacer con mi vida. Deseaba con
toda mi fuerza que la respuesta conciliara mi presente y mi futuro. No voy a mentir, volver fue algo abrupto, como un sacudón.
De pronto tenía que buscar dónde vivir, buscar a mi familia,
cuestionarme a mí misma, entender que la vida tiene ciclos y
tiempos distintos para todos. Había entendido, como las ranas,
que ser perfecto es haber cambiado constantemente. Si tuviera
que contar mi historia a través de un animal escogería sin lugar
a dudas a las mariposas. Por un lado, porque son una metáfora
viva, leve, llena de cambios y promesas; y por otro, porque cuando yo oficiaba de profesora en la guerrilla leíamos Cien años de
soledad. Las mariposas amarillas, sin embargo, no dejaron de aparecer. Recuerdo que ya estaba instalada en Bogotá y sobrevivía
como podía a la montaña rusa de emociones que funcionaba
en mi pecho las veinticuatro horas. Quizá por esa razón acepté viajar a Medellín para visitar a mi sobrina. Fuimos al Jardín
Botánico y en algún momento del recorrido se me acercaron tres mariposas amarillas. No supe qué fue lo que se movió
dentro de mí. El llanto se desató nudo por nudo. Para el resto de personas eran sólo eso, tres mariposas amarillas volando
cerca, pero yo estaba desconsolada sin saber qué emoción me
había atravesado de pecho a espalda, sin saber con qué palabra
entender ese reencuentro. Supe más tarde que las mariposas
monarca viajan miles de kilómetros desde el norte del planeta
y ponen huevos a lo largo de su ruta. Esas mariposas saben que
no volverán de nuevo. Cada partida es definitiva. Solo sus hijos
vuelven. Solo el futuro vuelve a visitar el pasado. Me dejo caer sobre la cama, miro el techo, extiendo los
brazos y me digo a mí misma que soy un manglar. Cierro
los ojos y me pregunto: ¿en qué consiste ser un manglar,
Indira? Es muy fácil. Un manglar nace del contacto entre
dos ambientes: el terrestre y el marino. Agua salada y dulce
que remueve el fondo; así mi mundo emocional, mi memoria, mi futuro. Nada en mí es exclusivamente dulce o salado,
acuático o terrestre. Avanzo por entre ese manglar que se
ha organizado en mi vida con los años y pienso que hay
una imagen que por mucho tiempo no me dejó de impactar. Era mi primera marcha larga y entre lodazales, lluvia e
incomodidades entendí que mi cuerpo de ciudad no estaba
preparado para eso. Llevar tanto peso en la espalda, caminar
por los bejucos, evitar el quiebre de las ramas y la necesidad
de tener fuerza en las piernas para poder subir pequeños barranquitos me desolaba. Era claro que me faltaba perrenque
y resistencia. Me preguntaba una y otra vez si iba a ser capaz de aguantar físicamente y me veía a mí misma agotada,
junto a un árbol, abismada de cansancio. Recuerdo estar en
la serranía de la Macarena y ver ese paisaje espectacular y
sentirme cansada para admirar la belleza de las formas y los
colores. Avanzo mucho más hacia el centro del manglar y de pronto
me siento arrebatada, triste y fatal, porque recuerdo que mataron 26 a un amigo que había ingresado conmigo a los seis meses de
estar en la guerrilla. Fue el primer bombardeo que viví de
cerca La luna sólo alumbró las primeras horas de la noche,
después de eso sucedió una larga oscuridad casi premonitoria. Estábamos de marcha, yo había pagado el primer turno
de guardia y quería irme a dormir. Sin embargo, seguimos
caminando, y en la pausa nos acostamos con mi socio —novio— en ropa interior. Eran las dos de la mañana cuando llegaron los aviones y comenzaron a bombardear a una de las
compañías que estaba cerca de nosotros. Allí, en medio del
estruendo, me di cuenta de que estaba en la guerra, y que ni
siquiera durmiendo se estaba a salvo. Ese día puse los pies en la tierra, lo que es curioso, porque las mariposas tienen el sentido del gusto en las patas y
yo había adquirido una nueva percepción por medio de la
muerte, a razón de pisar el suelo con otra conciencia. Soy
una mariposa y un manglar, una mariposa descansando en
una raíz del manglar, un manglar descansando en las patas
de una mariposa. Abro los ojos y veo que la mañana avanza. ¿A dónde va conmigo? Mis papás son excombatientes, tengo tres hermanas, yo
soy la del medio. Cuando mi mamá dio a luz a mi hermana
mayor, ya estaba en la guerrilla, por eso le delegaron tareas de
la organización desde la vida civil. Estando ahí, nos tuvo a mí y
a mi hermana menor, Valentina. Desde muy pequeñas estuvimos rodeadas del campo y la vida guerrillera, y a pesar de que
viviéramos en la ciudad, nosotras vivíamos esa vida como nuestra vida paralela. En vacaciones visitábamos a mi papá y así nos
íbamos dando una idea de ese otro mundo que nos esperaba. Justo cuando nació mi hermana menor, Valentina, mi papá
cayó preso. Era el año 2000 y nuestros fines de semana terminaron siendo visitas de domingo en la cárcel La Modelo. y sobre todo preguntarme si estaba dispuesta a dar mi vida.
Así estuve pensando tres o cuatro meses. Al final, tomé la
decisión. No volví a casa, y tampoco quise avisarles ni a
mi madre ni a mi padre. Imaginé que ellos asumirían que
me había quedado, así que comencé mi vida en la mata.
Aprender a ranchar, a pagar guardia, a bolear machete,
pala, hacer chontos, en fin. Estaba transformándome. Era
leve como una mariposa que ha encontrado el sitio adecuado para dejarse mover por el viento. Cualquiera puede creer que por ese motivo mi infancia fue
infeliz, pero yo no lo veo así. Me recuerdo alegre y festiva,
porque cada vez que iba a visitarlo salía con mis manos llenas
de regalos que nos hacían a mí y a mis hermanas. De más está
decir que crecí con mucha formación política y con unas ganas enormes de comerme el mundo, de conocer, escuchar y
compartir experiencias que enriquecieran no sólo mi cabeza
sino también mi capacidad de cuestionarme y preguntarme
cuál es mi función en el planeta y frente a la sociedad en la
que vivo. Cuando cumplí diecisiete años mi mamá me dijo que ella
quería que yo fuera a un curso de formación política en el
frente Antonio Nariño de las FARC. No tenía nada qué
pensar. A los ocho días estaba empacando mi ropa. El curso
duraba quince días —fueron los quince días más maravillosos de la vida— y me gustó tanto que comencé a pensar en
la guerrilla como una opción para mi vida. Decidí regresar a casa, pero antes de acabar el curso logré hablar con el comandante y le dije que quería estar seis
meses para aprender. Regresé a casa y hablé con mis papás
y mis hermanas, les conté que había tomado la decisión
de irme para la guerrilla. Toda mi familia me apoyó, me
dijeron que me habían educado para ser una mujer que
estuviera dispuesta a luchar por los intereses colectivos y
si mi decisión era irme por seis meses, pues me apoyaban. En esos seis meses de prueba me planteé ingresar a las
FARC definitivamente. Fue una decisión que pensé mucho.
Me preocupaba la adaptación, porque estaba plenamente
convencida de la lucha revolucionaria y el único problema
iba a ser mi capacidad de resistencia. Comencé a tantear
cosas a las que no estaba acostumbrada y que tenía que
hacer en la guerrillerada: cocinar, coser, trabajo físico, caminar, obedecer órdenes, obedecer normas y reglamentos 27 hojarasca
y pólvora Lidia Alape (Con la colaboración
de Andrés Castaño) 28 La naturaleza siempre está en medio de la guerra. Si no
es el río el que te da una mano, es un árbol, un animal,
un clima. Todos son posibles aliados en tu vertiginosa
carrera contra el enemigo. También esa naturaleza juega
rudo contra ti, de eso no hay duda, pero si conoces sus
secretos puedes sacar alguna ventaja. En Colombia hay
una naturaleza que no ha sido relatada y es justo esa, la
que traspasa las venas de la conflagración que tanto dolor
causó. En mi caso, ahora habito los bosques y sus senderos de manera distinta, casi que totalmente opuesta a
como lo hacía en el pasado. Es una tristeza decirlo, pero
cada recurso de la naturaleza, de una u otra manera, es
también un recurso para la guerra. Alguna vez vi cómo el río Saldaña, en el Tolima, le ayudó a
escapar a nuestros adversarios en ese tiempo, los paramilitares,
y de una forma bastante ingeniosa. Un día que el río estaba
bajito llegaron hasta una orilla de fácil acceso, y cada uno se
metió en un ataúd. Uno que se quedó en la orilla los empujó a
todos y los ataúdes se fueron río abajo, se los llevó la corriente
por un trecho largo hasta un brazuelo, como le llamamos allá
a las partes donde el río se pone muy bajito y se hace una especie de playa. Ahí llegaron los ataúdes y les tocó esperar unos
días a que lloviera y creciera el nivel del agua, querían escapar
de la guerra a como diera lugar, y ahí se plantaron hasta que
creció un poco el río y se pudieron embarcar de nuevo. Más
adelante podían alcanzar una orilla lejos de nuestros dominios
y moverse sin problema hasta un transporte seguro. Era un
favor que el río les hacía, de eso no hay duda. El agua no tiene
bando, solo sufre las consecuencias de todo el mal que hace el
ser humano. Esa vez ayudó a nuestros enemigos; mañana lo
haría con nosotros. 29 La naturaleza también es un refugio constante cuando
te persigue la guerra. Un refugio donde a veces estás con
miedo, con sueño, con hambre. No es fácil, pero los árboles, por ejemplo, te ayudan mucho. Si el río te puede ayudar
a escapar, unas buenas ramas de palma son perfectas para
acampar. Las arrancas con cuidado de que no tengan algún
bicho, luego las colocas cruzadas unas sobre otras y encima
de ellas pones tu sleeping, tu carpa, o armas la cama que
quieras encima, porque ya sabes que será fresco y cómodo.
También los helechos son perfectos para refrescar, y en el
caso de una caleta o una trinchera se agradece cualquier
sensación refrescante en medio de tanto calor. Los árboles
que están ahí contigo son como amigos fieles, siempre los
debes tener a la mano, cerquita, porque dependes mucho
de ellos. El que diga que no, miente. La naturaleza nos dio
protección y recursos para estar más cómodos, eso no podemos olvidarlo. La diferencia entre ese momento y ahora
es que antes yo tenía miedo. Sentía miedo armando mi caleta. Sentía miedo arrancando las hojas de la palma. Ahora
es diferente. No siento miedo. Estoy confiada cuando me
acerco a un árbol. Ya no tengo que usar sus dones para
esconderme ni para huir de la muerte. Había otros árboles que también nos ayudaban mucho,
ahora que lo recuerdo. El árbol del totumo, de donde los
campesinos sacan las totumitas, es un árbol bendito entre
los que hay en el campo. Todo el mundo en Colombia se
ha tomado alguna cosa en una totuma, esas vasijas vegetales
que sirven para beberse un guarapito, una chicha, un agua,
una limonada, una aguapanela, un cafecito o un canelazo. Lo
que sea puede uno tomarse en esas totumas, para qué. Por
ejemplo, en muchas fincas por las que uno pasaba y le ofrecían algo de tomar, siempre se lo daban en totumas. Siempre.
En el campo es un objeto esencial y por eso digo lo mismo del árbol, porque es de allí de donde las sacan. La naturaleza sabe cómo nos provee y es sabia tanto en su silencio como en su expresión y abundancia, pero hay que saber leer
sus ofrecimientos, sus armonías, sus posibilidades para uno.
Eso hace parte del respeto que se le debe tener. El pino y el eucalipto también los usábamos mucho. Con
el eucalipto hacíamos bebidas, sahumerios, y nos hacía sentir
muy bien en las noches frías. También el pino era perfecto
como guindo ––para colgar las hamacas o el equipo––. En la
naturaleza es necesario saber leer los indicios que se presentan,
así el provecho que le sacas a lo que tienes enfrente es mayor.
Si no sabes la utilidad de lo que te rodea en todo momento,
es muy difícil que sobrevivas en esos contextos. Hay que conocer lo que pasa a tu alrededor, la expresión correcta de lo
que te rodea, tener clara la sensación de lo que esa naturaleza
te dice. En su mensaje siempre hay advertencias y enseñanzas. Lo bueno es que ya no tengo una relación con la naturaleza en medio de la guerra. Al menos yo tengo paz. Ya
no me persiguen los enemigos de antes ni me acechan los
miedos que tenía en ese entonces. Ahora lo que tengo es
una gran oportunidad por delante que estoy aprovechando al máximo. Otra de las plantas que conocí en el monte
y me ayudó mucho fue la flor de Jamaica. Es muy rica
para tomársela, además de traer beneficios inmensos para
el cuerpo. Para qué callarlo: esa flor lo único que me ha
traído a mí es bendiciones. Actualmente tengo un cultivo
de flor de Jamaica, y así le hago un bien a la gente con
un producto bueno, me lo hago a mí, porque tengo un
trabajo que construí yo misma, y se lo hago a mi familia
porque tengo un lugar seguro para ellos, una economía
algo estable y esperanza en el futuro. Eso me entusiasma
muchísimo. Saber que ahora todo es diferente y estos árboles no tienen que arropar mi miedo o ser testigos de mi
tristeza en medio de las armas. 30 Encuentro
con fauna Isabela Sanroque 31 En el pie de monte de la serranía de la Macarena estaba la
trocha conocida como ‘Estratégica’, línea trazada con machete que bordeaba el límite entre el monte y los potreros
de las pequeñas fincas colindantes, lo que demarcaba, sin
saberlo, la frontera agrícola. Allí, después de varios combates
intensos, se movía una escuadra guerrillera de doce personas
con la tarea de indagar el posible retorno de una patrulla del
Ejército comandada por ‘el Sonso’, un destacado militar que
mucho golpeó a la guerrillerada. Caminando sigilosos, con el fusil en guardia, los guerrilleros
atravesaron atentos treinta kilómetros hasta que llegaron al
punto que les habían ordenado. Era una zona conocida como
‘Termales’ porque entre las cuevas formadas por las piedras
fluían torrentes de agua caliente. Exhaustos, y con las botas
empantanadas de sudor, se organizaron para bañarse por turnos con la guardia necesaria. Entre risas, fueron saliendo de
las piscinas naturales y se dispusieron a construir sus caletas
sencillas —camas hechas con materiales del monte—. En ese
momento, el compañero Omar se percató de la presencia de
una puma que los observaba desde la tranquilad de las piedras. Los guerrilleros corrieron a esconderse detrás de los árboles
igual que en la guerra se busca una trinchera. Sin embargo,
la hembra, de casi un metro y medio de largo, color marrón
claro, se detuvo frente a ellos con total confianza, los observó
altiva y despampanante y siguió su camino. La tropa se juntó
con los corazones acelerados para hablar de lo impactante del
animal. Todos habían temido un ataque predador y salvaje.
La tranquilidad férrea de aquella puma hembra los sorprendió
y les quedó en la memoria para siempre. 32 * En la arremetida inicial del Plan Patriota (2003), las compañías guerrilleras que operaban en torno al camarada Jorge
—‘el mono’— se desplazaron por las selvas del Caguán en
medio de un operativo de emboscada que, gracias a la destreza táctica del comandante, lograron sortear. Recorrieron
entre trillos —rastros— del Ejército y marcaron la ruta apoyándose en conocimientos empíricos de cartografía —poco
a poco perfeccionados— con una coordinación y disciplina
que fueron sus cartas de supervivencia. En la ruta se encontraron con una laguna no profunda
pero sí inmensa. La guerrillerada se dispuso a avanzar con
los equipos de más de dos arrobas sobre la cabeza para no
mojarlos. A los compañeros de baja estatura otra persona les
ayudaba en el paso, que duró aproximadamente una hora y
media. Al terminar el cruce, avanzaron quinientos metros
y el camarada Jorge ordenó ubicarse para almorzar. Todos
traían su ración de cancharina con carne —comida hecha de
harina de trigo— entre una bolsa transparente. Fueron descargando los equipos. El personal venía con la
ropa empapada y embarrada. Maritza, cansada pero con la
energía inagotable que desprende la moral revolucionaria, se
sentó sobre unas hojas de palma que le cortó un compañero.
Mientras almorzaba y conversaba sintió que algo debajo de
sus nalgas se movía lentamente. Se paró y examinó con un
palo entre las hojas cortadas. Allí estaba la peligrosa rieca, una
culebra de un metro de color café con manchas oscuras cuyo
veneno puede ser mortal. Afortunadamente, Maritza solo se
llevó un susto. ‘El Mono’ solía contar esta historia con mucha
gracia, lo que hizo que a ese lugar lo bautizaran ‘Filo Maritza’. De las doscientas setenta especies de serpientes que existen en Colombia, la guerrillerada se encontró en múltiples circunstancias con gran variedad de ellas: la colorida coral,
altamente venenosa y que se encuentra falsa y verdadera; la
equis, absolutamente temida por su capacidad de camuflarse
y a la cual se le conoce con los alias de ‘la pudridora’, ‘pelo de
gato’ o ‘cuatro narices’; la bejuquita, que aparece enredada
en los arbustos y no representa peligro; la boa constrictora o
güio, que aparece en el bello texto de El Principito y era común topársela. De tanto que ocurría ya no generaba pánico. * La gran bestia recorre los arbustos lentamente. Su nombre
suscita mitos e historias y es raro encontrarla. Se trata de un
tipo de oso hormiguero, pequeño, que al verlo produce ternura porque se parece a un oso de peluche. Estando en un campamento en el Caquetá, el compañero
Anderson salió con otras dos personas a una exploración.
Pasaron por una hectárea recién tumbada, procedimiento
que los campesinos realizan con frecuencia para ampliar
sus terrenos y sembrar sus productos y que no es nada recomendable en términos ambientales. Cerca de un tronco
inmenso, caído por la acción de la motosierra, estaba una
gran bestia, indefensa, asustada y estática. Anderson la recogió para curarla. El animalito solo movía sus dos uñas afiladas. Según las historias, estas sirven
para abrir cualquier cerradura. Le armaron una camita
en un guacal sellado con el ánimo de atenderla y luego
liberarla. Esa noche llovió de manera impresionante, y
mientras tronaba, la guerrillerada en sus caletas recordó
el mito que dice que al momento de los truenos la gran
bestia desaparece misteriosamente. Al amanecer, curiosos,
fueron a verificar si la criatura estaba mejor, pero había desaparecido. Anderson, como buen llanero, cree que algo especial
sucede con esta especie. * Después de marchar toda la madrugada en medio de un
operativo entre Peñas y Muriba, un grupo de guerrilleros
construyó una rancha de paso para preparar el desayuno.
Somnolienta, Isabela amasaba promasa para seis arepas, el negro Raúl atizaba el fogón y Gabriela preparaba el tinto. De
repente, entre el rastrojo, se aproximó un jaguar y atacó a
toda velocidad a una lapa que velozmente huyó a una cueva
en la que se sumergió. Los guerrilleros quedaron perplejos
ante la majestuosidad del felino, que también emprendió la
huida sin su presa. El jaguar es una especie afectada por la tala
de bosques y la cacería. A raíz de este recuerdo imborrable,
Isabela lleva tatuado en su piel un jaguar, que representa para
la cultura ancestral latinoamericana un símbolo importante
de poder y fuerza. * En el año 2009 la serranía de la Macarena se vio invadida por
roedores que se ensañaron con los equipos y los objetos de los
guerrilleros. Camadas enteras de ratoncitos se resguardaban en
los economatos y se paseaban tranquilos por encima de los toldillos instalados cada noche en las caletas. Rompían los equipos
de campaña elaborados en carpulón —material textil— y dejaban
orificios redondos y profundos porque iban por las libras de la
remesa. Después se rumoró que el Ejército los introdujo para
que dañaran las MAP —minas antipersona—, convirtiéndolos en
aliados a costa del impacto ambiental. Nunca se confirmó esta
teoría, pero ciertamente entre el fastidio y la incomodidad de
estos dañinos huéspedes la solución fue adoptar un gato por cada
compañía guerrillera. * 33 Al instalar un campamento era importante verificar no
tener cerca un arrieral, lugar entre el monte cubierto de
una especie de arena y con múltiples orificios en los cuales
habitaban las hormigas arrieras. Distanciarse de ellas tenía
una razón: se desplazan en fila india haciendo largos recorridos cargando pedacitos diminutos de hojarasca, y si
en medio de su recorrido se topan con un campamento,
sus tenazas afiladas son capaces de reducir a trocitos lo que
encuentren. Una magnífica obra colectiva que repercutía contra la
ropa, plásticos, toldillos y casas impermeables de la guerrillerada. También era frecuente encontrarse con las hormigas congas o yanabes, las más temida de todas. Aunque su
picadura implica un dolor fuerte que hacía aflorar lágrimas
y palabrotas, su veneno no resulta perjudicial para el organismo y más bien mejora el sistema inmunitario. Otro tipo
de hormiga era la magiña, que acompañaba la marcha guerrillera y que al entrar en contacto con la piel producía una
piquiña con ardor muy intensa, por eso cuando alguien se
refería a una persona con comportamientos molestos, solía
decirse que parecía una magiña. * La selva como hogar, refugio y teatro de operaciones
nos permitió encontrarnos con un sin número de especies, apreciarlas, adoptarlas o sencillamente compartir instantes cotidianos que ni la hostilidad de la guerra
pudo opacar: las luciérnagas sirvieron como linterna en
las pernoctadas donde cualquier luz artificial podía causar
la ubicación y posterior bombardeo;
la mantis religiosa se posaba sobre
las hojas, muchas veces acompañando
al centinela en
los
turnos de guardia. Los
micos llegaban por grupos entre las ramas de los árboles 34 a los campamentos a tomar comida; algunas veces los monos
aulladores eran la alarma de que se aproximaba gente, mientras los titís parecían burlarse de quienes los observaban. La
danta podía ser causa de un gran susto cuando se escuchaba
el sonido de su desplazamiento. Tropezar con las manadas
de cafuches era ver el espectáculo cómico de estos ‘cerditos
de monte’. * Con voz ronca y fuerte, el compañero Cristóbal saludó desde
el patio de casa a la familia campesina, que no tardó en salir del
corral donde estaban ordeñando. —¿Cómo vamos, compañero? —dijo el campesino—. ¿Se va
a tomar un tinto o leche fresquecita? Qué alegría verlo, hace
rato no venían. Por aquí por fortuna el Ejército no ha vuelto a
arrimar desde esa comandiada que les metieron ustedes. Viera
cómo me dejaron el alambrado esos plagos, hasta se me tragaron tres gallinas. Al fin chulos. —¿Cómo va todo por acá? Le recibo un tintico pa’ acompañar este Pielroja —respondió Cristóbal—. ¿Cómo están esas
reses? Me contaron que tuvo una racha de brucelosis —infección bacteriana que se trasmite de los animales a las personas—.
Qué vaina mi hermano. Yo le he dicho, apuésteles a las ovejas
africanas. Lo asesoro y con los muchachos le ayudamos a construir los corrales. Esa es una fábrica de carne muy berraca, en la
vereda Santa Cecilia la compañera Lucero tiene como veinte
y le ha ido bien, nomás con los encargos de nosotros para los
comandos pequeños ya hizo la venta. Bueno, venga le ayudo a
ordeñar y garlamos de política. De ese estilo era la entrada de Cristóbal a cualquier casita
campesina. Ingresó siendo un zootecnista y en su paso por el
movimiento sindical se aproximó también a las luchas agrarias. Ante los riesgos de ser capturado o desaparecido, como varios
de sus compañeros, se fue para las FARC-EP. En cierta ocasión encontró que la única vaca de una familia tenía un problema de huequera en un cuerno. Este mal,
que ataca los bovinos, es una especia de anemia y puede
llegar a ser mortal. Le enseñó a la campesina cómo cortar el
pedazo afectado con una guaya de bicicleta, sin recurrir a
un serrucho, porque así disminuía el riesgo de que el animal
sufriera una infección. Se hizo famoso por sus asesorías y
por sus conocimientos ofrecidos con humildad a la gente.
Recomendaba técnicas agropecuarias y de producción alternativas, siempre hablando desde el Programa Agrario de
los Guerrilleros. * No sé a dónde vayan a parar estas viñetas que me fueron
llegando al oído con el tiempo y las marchas. Por ahora que
reposen aquí, prendidas de estas nuevas superficies que una
vez fueron la materia o la energía de árboles, y árboles quizás volverán a ser. 35 De la ciudad
a la selva Suan Sánchez 36 En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres
para referirse a las cosas que se construían en ella, como
por ejemplo ir al baño, que se decía “va chontiar” o “vamos
a los chontos” ––letrinas o huecos en la tierra––. Muchas
veces, según la situación de orden público o el terreno,
íbamos a chontiar comunalmente viéndonos todas y todos las caras y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que
pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a
salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso
de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor.
Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé
de hacerlo cuando me di cuenta que a ellas les interesaba
estar en los chontos y ahí mismo pensé que las mariposas
son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para
nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas
con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me
parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada.
Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los
campamentos eran las culebras, que muchas veces caían
dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer
sus caminos por ahí. De otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían
parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran
como unas chocitas, construidas con palos que se encontraban
por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos
de buscar los mejorcitos sin dejar de reutilizar algunos que
estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes
para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues
en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones)
nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen
colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le
daba por molestar. La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias
esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia
hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crié
en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y
uno que otro parque donde podía estar en contacto con los
árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación
que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que
hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando
ingresé a la guerrilla de las FARC-EP en el 2010 me sentí
orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca
pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la
nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades
propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar
de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por
el Parque Nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el
suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la
punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la
misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no
podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva
me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o
salir de los espacios. 37 Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí,
porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia
cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para
eso, había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me
perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos
acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia,
a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas
que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además, la orientación cuadriculada
del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se
deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos
y me ponía a llorar, hasta que veía esas hormiguitas cómo
seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al
campamento con los palos, no completos pero llegaba, toda
sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas
ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos/as
para la formación. Al baño lo llamábamos bañadero o caño y eran una serie
de represas pequeñas que se construían para no contaminar
el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos,
cobijas y usábamos el agua para los alimentos. En algunas
partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar
la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo
eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que
eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay ríos, como
las aguas del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en
las que no hay rocas o piedras y te hundes y te llenas de
barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos,
rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este
río es muy importante para la región del Meta porque sus
aguas trasportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribes y pirañas; la diferencia entre uno
y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos
y los otros amarillos, porque los dientes son iguales de
filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de
muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado,
y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se
me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero,
cuyas aguas y caños son más claros, tienen rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un
nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan
las bombadas ––crecidas descomunales–– y ellas llevan
consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en
su camino en medio de un sonido terrorífico. Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era
alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla
y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros
alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que, si hay invierno, llueve sin
escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el
tiempo, siendo difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo,
entre otras enfermedades. Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial
de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de
baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la
guardia, remolcar, estar en la racha ––turno de la cocina–– o ir
a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga
que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa
zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya
no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto
para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 38 Hormigas
guerrillerasa Yira Rivera 39 La selva colombiana es el hábitat de un sinnúmero de especies animales y vegetales y el hogar de diversas comunidades humanas. Algunas de estas, por las condiciones de la
selva, han adaptado sus formas vida a las necesidades de su
entorno. Es el caso de los pueblos indígenas. También nosotros, como guerrilla, cuando operábamos en esas inmensas y espesas montañas contábamos como una más de esas
comunidades. Estando en la selva aprendí sobre la riqueza
y variedad de especies que existen, entre ellas las hormigas.
Conocí las arrierras, las majiñas, las varasantas y las congas.
Las que me llamaban la atención, por su comportamiento
y reacción, eran las hormigas ‘guerrilleras’. Establecían estrategias y planeaban acciones, y entre más las contemplaba
y pensaba en ellas más me convencía de que actuaban tal y
como nosotros lo hacíamos. Así como en la selva las hormigas tenían sus propias guerras,
Colombia tuvo un conflicto armado cruento y prolongado. A
mi memoria viene ahora una de las tantas historias de guerra
que vivimos. El 26 de marzo de 2012, a las dos y cincuenta de la
mañana, fue bombardeada una de las cuatro unidades del curso
de mandos del Bloque Oriental de las FARC-EP. Era de madrugada y estábamos durmiendo cuando el
guardia gritó “¡Las bombarderas!”. Apenas terminó de decir
la palabra cayeron
las bombas. Fue un momento tenso y de zozobra. Caían tan cerca que nos echaban tierra encima. Al tiempo, la espesa selva iba siendo derribada poco
a poco Salimos corriendo de las caletas a refugiarnos con pechera puesta y fusil en mano hacia el zanjón de un caño. 40 Solo nos quedó esperar. El ejército empezó entonces el desembarque y cesó el fuego aéreo. Para salir a desguindar —levantar las casas, recoger la cama
y empacar los equipos— nos movimos trecientos metros más
adelante a esperar señales de vida. A las seis y quince de la mañana empezaron a llegar heridos y gente disgregada. Fuimos
saliendo por la ruta de retirada que nos habían orientado el
día anterior. Luego de una hora empezamos a juntarnos con
las demás compañías. Allí se organizó el plan de marcha y se
sacaron exploraciones para verificar que no hubiera ejército
cerca del lugar al que íbamos a mover el grueso del personal.
Se ordenó la vanguardia, que son los primeros hombres que
reaccionan en caso de un ataque del enemigo, y la retaguardia,
es decir, los comandos para hostigar el ejército. También se
organizó el personal restante para evacuar dieciséis heridos en
hamacas y el resto transportar los equipos de los que andaban
enfermos. Fueron ocho días intensos de marcha. De seis de la mañana
a seis de la tarde saliéndonos del operativo militar, siempre
acompañados de un buey negro que habíamos conseguido el
día antes del bombardeo para sacrificarlo y comer. Los muchachos y las muchachas preparaban agua en los descansos y
le llevaban al buey. En cada comida se veía a los compañeros y compañeras rebuscar pasto, pues era muy escaso en la
montaña. El buey también vivió el espanto de la guerra. Fue
espectador de esa noche de tormento y escuchó las bombas
caerle al lado, y aun así se quedó en el sitio esperando que
algún compañero fuera a sacarlo. Leal y sereno. O eso nos pareció. Era un animal noble, todos le cogimos cariño. Al salir al
Frente 27 lo dejamos en una finca para que muriera de viejito. En medio de esos escenarios tan difíciles que impone la guerra, los animales también sufren y viven estas historias. Si ellos
pudieran hablar, contarían toda la crueldad, los vejámenes y los
daños que ocasiona el conflicto. Las hormigas guerrilleras forman colonias grandes y numerosas y envían siempre a algunas de las suyas a realizar
rastreos del territorio. Luego eligen un lugar, establecen un
campamento temporal y allí ponen nuevamente sus huevos. Una vez las nuevas hormiguitas nacen, la colonia se
desplaza y se convierten así en grupos en constante movimiento. Cuando van a moverse desarrollan incursiones
e instalan campamentos nocturnos para luego, al otro día,
arrancar la travesía. Muy similar a esa estrategia de las
hormigas era nuestra estrategia de guerrilla móvil. Ahora, a la distancia, me pregunto si detrás del instinto
feroz y solidario de esta hormiga megaponera había (hay) algo
más. Me pregunto de qué modo la realidad de la selva marcó
su evolución y la precisión de sus acciones. Trato de pensar en otras razones subterráneas por las que me siento tan
identificada con ellas. Trato de recordar mi cuerpo allí, en la
mata, sudando, mientras las contemplaba y la cabeza se me
iba en verlas ir y venir e ir y venir e ir y venir. Evoco con
cariño a estas hormigas porque me recuerdan aquello que
nos era común. Así parecidas eran nuestras vidas. Retomo la historia de las hormigas: puedo afirmar que,
así como la guerrilla trabajaba en unidad y solidaridad,
y sacaba a sus heridos, las hormigas guerrilleras también
tenían sus combates con los comejenes y también se ocupaban de sus semejantes heridas. Observé muchas veces
cómo estas hormigas enviaban exploraciones o comandos
de dos o tres a buscar al enemigo. Avanzaban hasta encontrar el nido de sus adversarios y luego se devolvían al
punto inicial de marcha para avisar a sus compañeras. Allí
se organizaban y luego emprendían el viaje en fila india
hasta llegar cerca del sitio estratégico. Luego se abrían
para rodear el nido y así se iban acercando, hasta que algunas entraban de frente y empezaba el combate. Después las demás avanzaban con el objetivo de conquistar
todo el nido, pero en el camino iban quedando hormigas
lesionadas, heridas y muertas. Las guerrilleritas empezaban entonces a evacuar a sus colegas heridas, mutiladas o
sin patas, mientras otras seguían combatiendo. Con el tiempo viene a averiguar que este tipo de hormigas que allá llamábamos ‘guerrilleras’ son de la especie
megaponera. De estas hormigas guerrilleras también dependen mucho otros animales, pues sirven de alimento,
por ejemplo, a los pájaros. Esto significa que no solo
tienen una estrategia militar, sino que apoyan a otras
formas de vida en la selva, igual a como sucedía con nosotros en la guerrilla, pues al interior nos protegíamos
como familia, como una gran colonia de hormigas, pero
también defendíamos el territorio de la amenaza de los
que querían acabar con la selva, protegíamos los recursos
naturales y nos relacionábamos con las comunidades y
con otras especies, intentábamos proteger al máximo la
vida y solo utilizábamos de la naturaleza lo que era necesario para nuestra supervivencia. Cuando éramos atacados nos defendíamos con fiereza. 41 Los secretos
para llegar
al monte Karen Pineda (Con la colaboración de Andrés Castaño) 42 Cambiar las rutas de llegada a mi casa o a mi trabajo y siempre, siempre, percibir con mucha atención todo alrededor: las
personas, sus palabras, sus gestos, sus errores, sus formas de
vestir. Observar atentamente el entorno significaba estar alerta a cualquier cambio repentino. A medida que hablábamos
yo me sentía más segura de haber tomado la decisión correcta: pertenecer a la Red Urbana Antonio Nariño (RUAN), lo
cual planeé como camino para llegar a hacer trabajo desde el
monte, un sueño que tenía desde que puse mi voluntad en
esto. Para mantener dos vidas adquirí principios de disciplina,
compartimentación y clandestinidad. El sujeto me explicó que
siempre debía existir una cobertura de nuestros encuentros, es
decir, una historia que tapara lo que en verdad hacíamos. Estas
coberturas, como insistía en llamarlas él, debían ser sostenibles,
así que aprendí a manejar verdades con mentiras y a no bajar
la guardia. Al caminar en la calle él andaba muy seguro, era
como si tuviera un GPS en su cabeza. Muchas veces me sentí
apenada porque no conocía la ciudad de la misma forma. A
los pocos días de nuestro segundo encuentro me indicó que,
para mantener la clandestinidad, no debíamos llamáramos por
el nombre de cédula. Había que escoger un seudónimo. Me
preguntó cómo quería llamarme. ¡No sé, bautízame! Le produjo gracia mi respuesta, lo pensó durante un instante y me
respondió: Andrea. Quedé un poco sorprendida, esperaba un
nombre como Policarpa, Mariana, Antonia. Luego me agradó
y lo acepté. Con el tiempo me enteraría que Andrea era un
nombre significativo para él. Así nos fuimos encontrando a lo largo de varias semanas.
Solo caminábamos, observábamos y dialogábamos, pero
aprendí en cada paso. Comprendí cómo la observación era
fundamental en este trabajo, ya que nuestra seguridad dependía de tener los ojos en todos lados. Seguro sería muy distinto
hacer esta lectura de indicios en la jungla, en el bosque o en
cualquier contexto de la naturaleza. Hasta allí quería llegar yo;
descifrar la madremonte como se entiende la calle. La noche anterior me costó conciliar el sueño. En mi
mente saltaban todo tipo de dudas acerca de aquella persona que se encontraría conmigo. Estaba ansiosa, pero por
fin llegó la hora y me dirigí hacia el lugar de nuestra cita:
la plazoleta de Unilago. Me senté en un banco y empecé
a observar a mi alrededor. Me preguntaba quién llegaría o
cómo podría reconocerlo/la. Sobre las once de la mañana
se me acercó un sujeto alto, de gafas extrañas y buzo a rayas. Lo primero que observé es que se veía bastante extravagante. Me saludó por mi nombre así que de inmediato
comprendí que era él la persona que estaba esperando. Nos
dirigimos a una cafetería cercana. Me sentía muy tímida,
pero aquel sujeto me inspiraba tranquilidad. Hablamos de
muchas cosas de mi vida. Quiso saber yo con quién vivía,
qué hacía en mis tiempos libres. Me preguntó por qué había accedido a reunirme con él. A la semana siguiente volvió a comunicarse. Nos citamos
en un lugar del sur de Bogotá. Durante la caminata que hicimos mantuvimos una larga conversación entre anécdotas
de su tránsito por la guerrilla y algunas recomendaciones de
seguridad. Esas normas, con el tiempo, se convirtieron para
mí en rutinas y hábitos casi inconscientes, como por ejemplo subirme a un bus y siempre hacerme en la parte de atrás,
verificar quiénes se subían, y luego bajar repentinamente. 43 Un día me explicó que él debía volver al campamento. Abrimos un correo para mí y me dijo que me escribiría cuando
regresara pues empezaríamos a trabajar en serio. Me indicó con
mucha firmeza que este correo no podía abrirlo desde mi casa,
ni siquiera en mi barrio, que debía ir a otros barrios lejos de
donde yo vivía, que al hacerlo apagara el celular, quitara la pila
y la simcard. Nos despedimos con un fuerte abrazo y allí empezó mi dilema entre ausencias y anhelos de asumir misiones. Pasaron semanas y no volví a saber de él. Al pie de la letra
seguí sus instrucciones y revisé aquel correo sin falta. Teníamos
un programado: debía consultar el correo en una fecha específica. Recuerdo mucho que un día iba en un Transmilenio y me
cogió la hora de consulta en la estación de la calle 22. Uno le
tiene respeto a esta zona de la ciudad, pero no tuve otra opción
que bajarme a buscar un café internet. En el correo no recibí
comunicación y sin embargo una noche estaba en casa con
toda mi familia, eran como las nueve de la noche, cuando sonó
mi teléfono. Me pareció extraño, y más aún cuando contesté
y un sujeto me saludó bastante amable. Traté de identificar de
quién se trataba. Luego me dijo Hablas con Pedro, y de inmediato supe quién estaba del otro lado de la línea. Nos pusimos
una cita para el día siguiente en el barrio Restrepo. Me sentí
tan feliz que contaba las horas para que llegara el día siguiente.
Retumbaba en mi mente la idea de que empezaríamos a trabajar en serio. Cuando nos encontramos me pareció curioso que
estaba vestido aún más extravagante que la primera vez. Lo
acompañé a comprar algunas prendas de vestir y acordamos
una nueva cita. Una de mis primeras tareas fue realizar labores de inteligencia para algunas acciones de propaganda. Inicialmente las hicimos juntos mientras yo aprendía. Él me decía
que para hacer una labor de inteligencia era indispensable una triada de factores tiempo-terreno-clima. El tiempo principalmente se refería a minutos, horas y segundos. 44 Debía guardar en mi cabeza estos datos, llevar un cronómetro
mental de los cambios de luz de los semáforos, al punto que
aún hoy todavía mantengo este hábito. El factor más determinante era el tiempo atmosférico. Era importante observar
cómo el clima, particularmente el lluvioso, cambiaba la dinámica de los escenarios, por ejemplo, en el transporte: un
bus que a las quince horas iba desocupado en un día soleado,
podría ir repleto a esa misma hora de un día lluvioso, así que
muchas veces, y dependiendo de la pericia de quien ejecutaba, se resolvía en el camino, o se decidía no actuar. Para estas
tareas la memoria y retentiva eran fundamentales. No podía
apuntar ningún dato, así que toda la información la llevaba en
la cabeza. Durante esta época aprendí a vestirme. La idea era
pasar desapercibidos. Siempre me ha gustado tener el pelo de
colores fuertes, pero durante esta época poco me tinturé. Pedro
me recomendaba tener buenas relaciones con las personas debido a que, en alguna emergencia, serían ellos quienes podrían
ayudarme. Un día me preguntó si quería participar de un curso
en el campamento. Inmediatamente le respondí que sí. Trabajamos algunos meses, él regresó al campamento y yo me aferré
a la promesa de que la próxima vez que nos viéramos traería
detalles del viaje. Durante el tiempo que Pedro no estaba me dedicaba a leer.
Trataba de instruirme en diferentes temas políticos. Teníamos
prohibido llevar con nosotros cualquier tipo de propaganda
revolucionaria, así que para prevenir acudía a la biblioteca el
Tintal, al occidente, en la localidad de Kennedy. Recuerdo
mucho que leí el libro Trochas y fusiles de Alfredo Molano.
Lo hice directamente en la biblioteca para no dejar ningún
registro de préstamo. Cuando leí el libro me sentí muy conmovida con cada una de sus páginas. En el capítulo de Melissa
sentí mucha empatía. Ese libro fue mi compañía en la espera y
anhelo de conocer la guerrilla de las FARC-EP en el esplendor de la montaña. Un anhelo al que me aferraba con fuerza.
Me identifiqué con la historia de aquella joven e imaginaba que seguramente a mí me pasaría algo similar, ya que ambas
éramos de ciudad. Pensaba cómo sufriría en las marchas, o
si me aterrarían los bichos que se me cruzaran. También
revisaba mis objetos personales y trataba de pensar cuál de
todos podría llevar, que me fuera útil y de paso fuera el
recuerdo de mi vida en la ciudad. Transcurridos algunos meses nos contactamos nuevamente
con Pedro. Esta vez llegó con la noticia de que conocería a
una nueva persona. Hasta el momento solo habíamos sido él y yo. A diferencia de la primera vez, yo estaba menos inquieta.
Llegamos a una panadería y allí estaba ella, una mujer de unos treinta y seis años, gafas y pelo lacio. Fue
muy gentil y emanaba una alegría que al parecer es un
rasgo distintivo entre los guerrilleros. Dialogamos un
poco y aunque en esos espacios yo me inquietaba al
ver alguna patrulla, ellos parecían estar despreocupados. Allí me dijeron que querían conocer dónde vivía
y de paso trabajar en algunos aspectos de formación
aprovechando la intimidad de la casa. Tomamos un bus
y nos dirigimos a mi lugar de residencia. Iba nerviosa,
ya que en ese momento era yo quien dirigía el camino.
Llegamos a mi casa, charlamos un rato, leímos algunos
documentos y, llegada la noche, antes de que mi familia
regresara, Pedro me preguntó si los podía acompañar
a un lugar. Por supuesto, contesté. En ese momento
recordé que no tenía dinero para el transporte, así que
les dije que me esperaran. Rápidamente fui a donde la
vecina a pedirle prestado. Cuando regresé, Pedro y la
muchacha estaban petrificados. Mi ausencia repentina
les había producido excesiva desconfianza, pero cuando
me vieron ya se relajaron. Continuamos trabajando en diferentes tareas. Recuerdo
que era fin de año y se llegó el momento de ellos regresar
al campamento. Me informaron que en enero o febrero
se comunicarían para coordinar mi viaje. Esa noticia me
llenó de alegría. Claro, yo no pretendía romantizar la vida
guerrillera. Por las historias de Pedro alcanzaba a tener una
idea de lo cruda que es la guerra, pero creía abnegadamente
en que quería contribuir en aquella lucha armada. Llegó
enero y no sucedió nada. Transcurrió febrero y solo recibí una información de que mi viaje se había tenido que
aplazar. Me sentí desanimada. Luego de unos meses Pedro
se contactó de nuevo y acordamos una cita. Durante esta
visita estuve más insistente en mi decisión de integrarme al
movimiento guerrillero. Trabajamos un tiempo hasta que
llegó un lunes que no olvidaré jamás. Me contactó el compañero que me había citado al encuentro inicial con Pedro y me hizo saber que a Pedro lo habían
capturado. En ese momento mi cabeza quedó en blanco. El
miedo invadió mi ser, y más después de escuchar los detalles
que me informó el compañero. Él también estaba inquieto
por su seguridad. Sabía que había estado desempeñando tareas más comprometedoras, además de que podría ser una
ficha clave en el proceso penal de Pedro. Dialogamos, le
indiqué todos los detalles y le dije que yo me encargaría
de limpiar el espacio que a él podría comprometerlo. Así
acordamos. Sin llamadas, sin correos. Solo nos pusimos una
cita en un lugar específico con la advertencia de que, si él o
yo no llegábamos, debíamos acudir a otras instancias. Me dirigí al lugar donde estaba el material. Aquel día
mi agudeza visual estuvo más atenta. El corazón me latía con toda. Sentía unos nervios terribles, pero iba con la
seguridad de que al cumplir la misión ayudaría a los dos
camaradas. Logré deshacerme de todo sin contratiempo
y siguiendo las instrucciones de Ojitos al pie de la letra. 45 Luego me dirigí al lugar de la cita. Cuando nos encontramos el alma me volvió al cuerpo de saber que al menos
en ese momento él estaba bien. Me sorprendí al ver cómo
cambió su apariencia. Aún estábamos inquietos, pero nos
despedimos cariñosamente y prometió contactarse nuevamente. Al poco tiempo, cuando nos encontramos otra vez,
me notificó que ya tenía noticias del paradero de Pedro.
Esa vez tomamos un café y ya más tranquilos recordamos
aquel día que denominamos lunes negro. Hubo tres oportunidades para subir al campamento. Siempre sucedía algo y se frustraban los planes. Pedro luchaba
por salir de la prisión. Nosotros lo acompañamos y apoyamos en ese tránsito porque continuamos bajo su mando a
pesar de no tener comunicación con la organización. Así
duramos un par de años. De un momento a otro empezó a hacerse público el
acercamiento entre la delegación de paz del gobierno y las
FARC-EP. Estos acercamientos posibilitaron que aquella
añoranza por emprender el viaje a la montaña se hiciera
realidad. Inicialmente la intención era enviar al camarada Ojitos a la X Conferencia para establecer algún acercamiento, pero no fue posible. Dos meses después Pedro
coordinó todo para que pudiéramos viajar a las sabanas del
Yarí en el marco de las vigilias por la paz de noviembre de
2016. Al ser un espacio de convocatoria abierta, fue más
fácil nuestro traslado. Aquella noche emprendimos un viaje de casi doce horas. Íbamos con los civiles que participarían de la vigilia. La felicidad invadía mi ser. De una u otra
forma iba a realizar el anhelado viaje, lo que tanto había
esperado. Llegamos a San Vicente y abordamos una chiva. Allí empezó realmente la travesía. Admiraba cada paisaje, me maravillaba con las montañas y recordaba todas las veces que 46 miré los cerros orientales en Bogotá anhelando habitar la
espesura de la selva. Fue un viaje bastante largo y desgastante. Llegamos sobre la media noche cansados de transitar
aquellas trochas. Nos recibieron los guerrilleros y nos ubicaron en las caletas. Yo estaba muy emocionada y aterrada
de ver cómo la espesura de la noche se robaba cualquier
rayo de luz. Estaba tan cansada que caí profundamente. No
me quedó tiempo para temer que algún bicho se hubiese
metido en mi toldillo. A la mañana siguiente subimos al casino y desayunamos. Había guerrilleros en todo el espacio.
Todos tenían en sus ojos un brillo de esperanza y dignidad
y estaban organizados para atender a los civiles convocados
a la vigilia. Queríamos hacer contacto y presentarnos con el
camarada Carlos Antonio Lozada. Yo estaba bastante nerviosa. En ese instante recordé la descripción que Arturo Alape hizo de Lozada en su libro sobre
el paro de 1977. Claro, también tenía la referencia de él en
algunos documentos y videos de la organización, pero en
ese momento vinieron a mi mente las palabras del periodista.
Mientras Ojitos hablaba con él sobre la situación judicial de
Pedro, yo esperaba inquieta. Luego de un rato el camarada
Carlos nos mandó a llamar para conocernos. Nos saludamos
y estrechamos las manos con gentileza y fraternidad. Luego
se despidió con un ¡listo camaradas!, y nos conectó con otra
camarada y así restablecimos la comunicación nuevamente.
Nunca más lo volví a ver en persona. De alguna manera, lo
más importante era lo menos importante. Estaba en el monte,
en la montaña, participando en mi lucha y eso valía más que
cualquier cosa. Sentía que no sólo me habían esperado otros
compañeros con sus historias, sino también los árboles, el río,
el aire cálido que los envuelve. Llegar allí y comprender que
la esperanza tenía que ver con el color de las hojas y la transparencia de las aguas fue una revelación vital, y mi lucha se
fundamentó aún más, como si ver la sonrisa de la naturaleza
me mostrara los cimientos de la revolución en el porvenir. Nuestros años
en la mata Gregory Morales 47 Mi ingreso propiamente a las filas guerrilleras ocurrió
dos años después, en diciembre de 2001, y fue junto a mis
otros dos hermanos y mi hermana. El menor, Raul Ernesto, cayó en medio de un combate en el año 2003. David
––mi hermano del medio––, junto a mis padres, fueron
encarcelados en el desarrollo de misiones en la ciudad de
Bogotá. Alejandra, enfermera durante muchos años en la
guerrilla, luego de la firma del Acuerdo de Paz en 2016 fue
beneficiaria de una de las becas de medicina ofrecidas por
el pueblo cubano. Pero esta es mi historia familiar. Y quizá
daría para escribir un libro, lo que será después, porque
ahora se trata de contar mi relación con la naturaleza. * Cuando empezó este ejercicio con el Instituto Caro y
Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, creí
que sería algo relativamente sencillo: describir lo que había
experimentado en mis años de vida guerrillera en los diferentes parajes de nuestra geografía; contar sobre nuestro relacionamiento insurgente con la naturaleza; detallar nuestros
años en la mata. Error garrafal, porque en el recuerdo son
tal el cumulo de memorias que resulta interminable hacer un
retrato eventual de aquella exuberancia de nuestra naturaleza
que tuvimos el privilegio de vivir. Lo primero que me apunté fue lo siguiente: este ejercicio lo
estamos realizando gracias al principal acontecimiento en la
historia reciente de nuestro país, la firma del Acuerdo de Paz
entre el Estado colombiano y la insurgencia de las FARC-EP
despues de cincuenta y tres años de confrontacion armada. Luego pensé en la idea de sosiego y en la relativa tranquilidad de la vida civil como oportunidades para hacer memoria
y evocar aquellos parajes y paisajes que me sirvieron como
casa, que me dieron abrigo, que fueron nuestro refugio. Mi nombre es Carlos Villarraga o Gregory Morales. Gregory por el infortunio de una broma; el Morales porque
no tenía apellido cuando llegué a Cuba y allí fue necesario
identificarme con uno. Soy bogotano de nacimiento, tengo
cuarenta y dos años y la mitad de ellos los pasé en la lucha
armada. Ingresé a las FARC a finales de 1999 en la estructura
Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia, esto al
tiempo que desarrollaba mis estudios de Ciencias Politicas
en la Universidad Nacional de Colombia. Para contextualizar, esta fue la época de los Diálogos de paz en El Caguán
(Caquetá), otro de los intentos por sacar adelante un proceso de paz que pusiera fin al conflicto social y armado que
durante décadas se desarrolló en Colombia. Este intento se
frustró debido a la falta de voluntad política del gobierno
de Andrés Pastrana, quien utilizó el periodo de diálogos
para hacer reingeniería de las Fuerzas Militares y lanzar
una operación militar de largo aliento con la intención
de acabar con la insurgencia por la vía militar. Fue otro
fracaso total. 48 Pero este cierto sosiego ocurre en medio de las dificultades
de la reincorporación, de la falta de voluntad política para su
implementación, del asesinato sistemático de firmantes de la
paz que ya asciende a 254 compañeros, lo que se constituye en un nuevo genocidio político. En este panorama, para
algunos desalentador, para otros la muestra palpable de una
perfidia, para nosotros, la gran mayoria, la esperanza aún de
un camino de transformación y búsqueda del sueño de paz
del pueblo colombiano, ¿cómo convencerme de la importancia de recordar las geografías? * La naturaleza y sus paisajes no eran ajenos para mi. Sin
embargo, llegar a vivir allí sí fue una experiencia asombrosa
y nueva. Tuve que volver a aprender a caminar, a escuchar,
a ver, a oler y a ser uno solo con la naturaleza. Fue volver a
nacer, por decirlo de otra manera. Mis dos hermanos y yo llegamos a un campamento
denominado el Nuche. Allí tarde o temprano uno resultaba
con este bichito desagradable dentro del cuerpo. El campamento
estaba ubicado en la entrada de lo que se conoce como las sabanas del Yarí, en el departamento del Caquetá, un clima de 37 o
38 grados a la sombra donde desarrollamos nuestros primeros
entrenamientos, nuestras primeras charlas, nuestras primeras
caletas, nuestras primeras experiencias como guerrilleros. Lo primero que te quedaba claro era que la naturaleza te
proveia de la mayor parte de las cosas para tu “comodidad”:
el agua, las hojas para la caleta, la madera para las diversas instalaciones, el refugio para nuestros campamentos. Aprendías
que la selva era nuestra casa, por tanto la cuidábamos.
Sabíamos, desde un principio, que su preservacion era la
preservación de nuestra propia vida. Luego de un periodo corto en estas sabanas nos desplazamos a las cabeceras del municipio de la Uribe, donde nos posicionamos para avanzar sobre el cañón del río
Duda en dirección al páramo del Sumapaz. Para esa fecha
los diálogos de paz del Caguán estaban próximos a terminar,
igual que la zona desmilitarizada establecida para tales efectos.
Allí empezamos a descubrir por qué en nuestro país la naturaleza y las guerrillas están tan estrechamente ligadas, es decir,
la geografía colombiana se presta como ninguna otra para la
supervivencia de cualquier grupo guerrillero. Saliendo de la Uribe nos recibió el imponente cañón del
Duda, bañado por el río, las cordilleras inmensas a lado y lado.
(En aquel lugar ocurrieron los primeros diálogos de paz y
se llegó a los primeros acuerdos en 1984, bajo el gobierno
de Belisario Betancurt. Es un cañón majestuoso, y también
cargado de historia.) En la subida de estas lomas nos encontramos con un terrero conocido como ‘El engaño’, porque
uno terminaba de subir una revuelta y aparecía la siguiente,
era un filo con casi ¡cien vueltas!, destapado, el sol castigando
nuestros cuerpos a plenitud. Allí, incrustada en este sistema
montañoso, está una de las lagunas maravilla que el conflicto
ha impedido descubrir, la laguna del Oso. Subiendo estas lomas y filos empecé a darme cuenta que ser
guerrillero era un ejercicio diario de imponerse a las dificultades de la marcha y adaptarse a las circunstancias impuestas por
la naturaleza. También comprendí con dolor que el guerrillero
solo debe cargar lo necesario. Como decían mis compañeros, yo
era ‘checherero’, me gustaba cargar de todo. En aquella marcha
hacia el páramo llevaba entre mis cosas una bolsada de piedras
para tallar, quizas imaginando plasmar en ellas alguna de mis vivencias en forma de dijes. Pero mi deseo de dijes duró lo que
tardamos en subir y bajar el primer filo, porque al terminar ese
tramo de la marcha, retrasado como iba, saqué el poco de piedras
del equipo y las regresé a donde pertenecían: el fondo del río. 49 * La relación del movimiento guerrillero con la naturaleza
se remonta a su propio nacimiento. Siempre ha intentado
ser una relación simbiótica, es decir, una relación de estrecha
convivencia entre seres vivos de distinta especie con el fin de
producir algún fruto. Del páramo a las llanuras, de las riberas a
las cúspides, nuestra relación con los diferentes escenarios naturales pasó por el respeto, por tratar de hacer el menor daño
posible a estos espacios. La naturaleza siempre nos cobijó, nos
dio abrigo y protección, muchas veces alimento, era nuestra
gran casa y en la medida de nuestras posibilidades, a pesar del
peligro, procuramos honrarla. Quizá por eso cabe decir que, luego de la firma del acuerdo,
y tras la salida de las diversas unidades de las selvas, la deforestación en aquellos lugares creció desmesuradamente. 219.973
hectáreas de bosque han sido arrasadas según leí hace poco. Muchas cosas se me quedan sin nombrar. Comprobé,
sin embargo, que aún me perduran recuerdos de lo que
allí vivimos, y eso me hace seguir anhelando que algún
día, en nuestra patria, sea posible una paz completa, una
paz que le permita a las nuevas generaciones disfrutar de la
multiplicidad de colores, de la diversidad de climas y de la
exuberancia de nuestra naturaleza. Ojalá ese día nos llegue
más temprano que tarde. Puedo decir ya, sin vacilaciones, que los lugares que
más me gustaron visualmente fueron los diversos paisajes del páramo del Sumapaz: sus aguas cristalinas y puras,
sus frailejones inmensos, sus interminables caminos que
como laberintos hacían perder hasta al más vaquiano. Allí
tendré que volver algún día. Algún día, en circunstancias
diferentes, quiero disfrutar de su inmensa paz. 50 MUCHA LORA
HE DADO
EN EL RÍO GUAYABERO José William Parra (Con la colaboración
de Andrés Castaño) 51 Nuestro trabajo era mantener arregladas y funcionando
a la perfección todas las marraneras que había. Aunque
trabajábamos con esmero, también le echábamos ganas
al juego, y nos revolcábamos en el fango a cada rato, con
todo y ropa, y jugábamos ahí por otras partes, hasta que
nos íbamos al río a lavarnos, de nuevo con ropa y todo, y
esos chiros los dejábamos orear para luego subir otra vez
a reportarnos antes de que nos cogiera la noche. En esos
caminos asustaban mucho. Era un secreto a voces que había espantos, sobre todo por la garita de El Ahorcado, la
cual estaba muy cerca de nuestro territorio habitual de
juegos y actividades. Una vez se nos hizo un poco más
tarde que de costumbre. Al regresar por el sendero que
siempre tomábamos una voz nos dijo desde el fondo de la
oscuridad: ¿Ustedes para dónde van?, y nosotros respondimos, casi en coro, pero nadie nos contestó, entonces
alumbramos en todas las direcciones con las linternas y
no encontramos nada. ¡Salimos corriendo como alma que
lleva el diablo! Así estuve por un periodo de seis meses y cuando culminé
mis cursos en Casa Verde me trasladaron al Vichada. Era también un territorio fuerte, con muchos intereses en pugna, con
economías y negocios y fuerzas en choque, y nosotros teníamos que regular muchas actividades para que no se desbocaran y acabaran con la naturaleza y los recursos que esta nos
ofrecía para subsistir. Por ejemplo, mucho campesino aserraba flor morado para vender en Villavicencio y Bogotá, pero
ya era demasiado, y eso nos tocó entrar a controlarlo un poco
para que no acabaran con el bosque. Los colonos y algunas
tribus indígenas también utilizaban métodos de pesca como
la dinamita o el barbasco, que son nefastos para la fauna de
los ríos y que van acabando con todo. Eso tuvimos que prohibirlo. Los indígenas siempre eran más difíciles que el resto,
más tercos, no era fácil hacer pactos con ellos, pero finalmente
algo se lograba. Recuerdo que había una tribu que era caníbal. A los ocho años empecé a andar por la zona del río Guayabero. Ingresé chiquitico a las FARC. Duré un par de años
encampado —en tránsito por los campamentos— y conocí
sus árboles, sus animales y su territorio como un hijo más de
aquella naturaleza profunda. Mucha lora he dado yo en el
río Guayabero. Allí tuve mi escuela y aprendí a moverme en
territorio agreste. Cuando tenía unos quince años me llevaron a Casa Verde,
el famoso campamento de las FARC de finales de los años
ochenta. Llegamos un grupo de doce con la misma edad
porque nos darían unos cursos. Los jefes de jefes estaban allí
y eso nos generaba nervios y expectativa. Justo Manuel y
Jacobo fueron quienes nos recibieron con gran entusiasmo
y nos contaron brevemente algo sobre el lugar, nuestras tareas asignadas y lo que veníamos a aprender. Estar con ellos
era casi un sueño cumplido para muchos de nosotros que
estábamos desde temprana edad en la guerrilla. 52 Si alguien les daba papaya se lo tragaban. A nosotros no
nos hacían nada, antes nos contaban de sus banquetes, algo
que nos producía curiosidad y asco. También nos tocaba
regular la cacería de chigüiros, dantas, cajuches —mamífero omnívoro parecido a un pequeño jabalí—, venados. La
gente no tenía llenadera. Si no se les decía que se calmaran
con el tema de la cacería extinguían una especie en poco
tiempo, y eso a la final afectaba a toda la gente de la región. En ese territorio tan grande nos movíamos en puras
motos venezolanas, nos tocaba estar de aquí para allá con
el objetivo de controlar todo lo que pasaba. En esa zona
también había muchos espantos. Estaba la Madremonte,
el Silbón, la Bola e’ fuego; esta última era la que más pavor me daba. Yo al principio cuando llegué a esa zona no
creía, pero la noche que la vi fue una cosa muy berraca. Se
dejaba venir desde lejos hacia donde estaba uno y crecía
hasta que iluminaba todo, y si usted se ponía a rezar era
peor, se crecía más. Ahí lo que tocaba era maldecir a esa
bola, ponerse a decirle groserías, malas palabras, y entonces ella se apagaba lentamente y se iba yendo a otra parte.
Eso es verdad. Eso yo lo viví junto a otros compañeros. Luego me devolvieron para la zona del río Guayabero
como el buen hijo que vuelve a casa. Eran mediados de
los años noventa. Para entonces el auge de la madera en
aquel territorio era impresionante, cada pieza de cedro
macho o flor morado, o de cedro chuapo o de amarillo, la
pagaban a diez, doce mil pesos, un precio muy alto; entonces a la gente le quedaba plata y todos querían un pedazo de esa bonanza. Los colonos y los madereros locales
ya tenían un sistema de transporte por el río Guayabero
y una organización compacta para mover sin problema
la madera que querían. Lo hacían a través de balsas hechizas construidas con tambores de gasolina de cincuenta y cinco galones. El ingenio de la gente da para todo. 53 Alineaban los tambores colocándoles guamas encima y
los amarraban entre sí, y el resultado era un riel flotante
larguísimo, cuarenta, cincuenta o más tambores amarrados, y encima le colocaban toneladas de madera, muchas,
y dos lanchas pequeñas, una a cada lado para escoltar esas
balsas hasta el raudal del río Guayabero, que es muy famoso porque es muy bravo, trae mucha fuerza. Ahí cambiaban de transporte, quitaban las maderas de las balsas
hechizas y las colocaban en lanchas con motores potentes, y así hasta Puerto Concordia, o a otros puertos, porque había varios lugares, y ahí la empacaban en camiones
y directo para Bogotá o Villavicencio salía esa madera. Era un mercado montado y estaba volviendo añicos el
bosque. No les importaba destruir más árboles cuando talaban ni tampoco reforestar, entonces nos tocó intervenir
a nosotros. Por cada árbol que tumbaban tenían que sembrar cien. Algunos cumplían las órdenes, otros no. Todo
eso generó una serie de normas estrictas a las que nos tocó
recurrir para que la gente cumpliera. El castigo era ponerlos a trabajar en las carreteras que nosotros abríamos para
conectar la región de La Macarena con San José. Al que no
acataba lo llevábamos y lo poníamos a que ayudara a abrir
monte, a aserrar, en fin, eso lo que había era trabajo. Llevábamos grupos de cincuenta, ochenta personas, y a todos
les poníamos oficio, les dábamos comida y dormida. A los
que bebían alcohol, por ejemplo, un lunes o un martes,
también nos los llevábamos para alejarlos del vicio. De todas maneras, a pesar de todo ese esfuerzo, siempre era una
tensión constante con los colonos en ese auge de la madera
que fue tan intenso y que duró unos cuatro, cinco años. Sin temor a equivocarme, le puedo decir que el más afectado en todo eso fue el mismo río Guayabero. La gente
cortaba muchos árboles de la orilla y el nivel de las aguas,
con los años, fue mermando. Se lo digo yo que conocí toda la zona en los años ochenta, y una década después ya
todo era diferente, menos agua y menos vegetación para
nutrir el río. Tras el auge de la madera llegó a la zona el auge de la coca.
Eso también fue duro, porque los colonos y los campesinos se agarraron a sembrar coca por todo lado y nos tocó
regular la actividad de la gente. Si sembraban una hectárea
de coca, tenían que sembrar de dos a cinco hectáreas de
comida. Alguna gente cumplía, otra no tanto. También les
hicimos sembrar árboles de caucho, eso lo recuerdo mucho. Y fue una especie de premonición para cuidarlos a
ellos, porque apenas la fumigación aérea de los cultivos
llegó, la coca se mermó muchísimo y fue necesario vivir
de otras cosas. De lo poco que quedó bien parado en ese
entonces para seguir trabajando fue el caucho. Esos árboles
le dieron oxígeno a la economía y no dejaron que la gente
se resintiera tanto por las pérdidas de los cultivos de coca. A pesar de que siempre tratamos de proteger la naturaleza, el río, los animales y en general los recursos que tenía
la región del Guayabero, no era una tarea sencilla. El conflicto de intereses, el dinero y la depredación son fuerzas
constantes que anudan este problema, y la única forma de
controlarlo es conocer lo que allí sucede, saber el lenguaje
que habla su gente y el mismo bosque, y buscar alternativas que protejan la vida. Porque la vida y la memoria de
la naturaleza es lo que convulsa la tierra colombiana, la
memoria del territorio y la vida de sus pobladores. Mi existencia y mi propio relato están ceñidos al río Guayabero, y
cuando vuelven a mi mente el poder de sus aguas, el sonido
de sus fuerzas, siento que toda trocha caminada, que toda
presión causada, no fue en vano con tal de proteger ese
torrente vital que cruzará para siempre el mapa de mis días. 54 UN LECTOR
DE LA
NATURALEZA Laura Torres Cano Naturaleza
común Relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación 55